Estamos acostumbrados a pensar que sólo el vino -y quizá la cerveza- pueden acompañar a una buena cena. Pero hay otros mundos por explorar, aunque sólo sea por conocer nuevas sensaciones. Un buen vodka en la mesa puede depararnos sorpresas muy agradables.
Voy a contar una batallita. Hace ya unos cuantos años, un antiguo jefe me llevó a comer por primera vez a Viridiana, uno de los restaurantes más impresionantes que he visitado nunca. Para quien lo conozca, poco tengo que añadir, para quien no haya tenido todavía la suerte de sentarse en una de sus mesas, diré que es el establecimiento que dirige, piensa y siente Abraham García, un cocinero con todas las letras, las de la propia palabra y las del abecedario, que le sirven para componer unos magníficos artículos que cualquiera puede leer y disfrutar si lo desea en elmundo.es.
Debo decir que en aquella comida perdí el virgo de la alta restauración -lo perdí experimentando un placer extremo, lo que me ha dejado como secuela esta fruición siempre pecaminosa que experimento al hablar de comistrajos y bebercios varios- y que hubo dos platos en ella que se me quedaron marcados a fuego en la memoria: un huevo frito de corral servido en su propia sartén de fierro, sobre el que el camarero rallaba finas láminas de trufa, y otro que en mi memoria ha quedado grabado como unos arenques con frutos rojos -grosellas, creo- cuya espectacularidad mayor radicaba en aquel momento para mí en el hecho de que, al servírtelo, el camarero traía a la mesa una botella de vodka en un bol de hielo triturado y por un momento dejaba junto a las copas del vino y el agua un par de probetas, destinadas a acompañar el arenque con aquel destilado.
Pasaron los años. Un día, en un país muy lejano llamado Chile, me disponía a compartir mesa y mantel con un gran amigo a quien por entonces apenas conocía. Mike, tal es su nombre, había nacido en Ucrania, pero fue adoptado por una pareja canadiense y pasó su infancia en Toronto. En el momento en que transcurre este relato, hacía un par de años que había conocido a sus padres naturales y viajaba un par de veces al año a su país natal para profundizar en su relación con ellos. En la multicultural Toronto aprendió a disfrutar de todos los placeres del planeta, en Ucrania descubrió el vodka de su tierra. En aquella cena sirvió como aperitivo un plato de erizos de mar y unas sardinas en conserva y sacó del congelador para acompañarlos... una botella de vodka.
Hace ya también una buena pila de años, conocí en Foligno, una pequeña ciudad de Umbría situada a pocos kilómetros de la señorial Perugia y de la mucho más mística Asís, a Yuri. Yuri era -espero que siga siéndolo- el cocinero del restaurante que la revista Vogue había abierto un par de años antes en Moscú. Un hombre excesivo, que medía más de dos metros y narraba alegremente fiestas nocturnas allá en su tierra en las caían por decenas las cajas de vinos de Borgoña y Champagne. En la cena que compartí con él, sin embargo, pese a que el dueño de un establecimiento fantástico llamado Il Baco Felice quiso invitarnos a tomar Champagne en el aperitivo, Yuri se negó en rotundo y pidió para acompañar los encurtidos que darían inicio a nuestra cena una botella de vodka. La misma que varios vinos y platos después volvió a la mesa para acompañar a petición suya un delicioso postre de chocolate amargo.
Hace apenas unos días llegó a mis manos una botella de un vodka llamado Russian Standard. Por las referencias que tengo de él, es en este momento el más consumido de los vodkas de gama alta en el propio país de los zares, aunque aquí en España se encuentra por el módico precio de trece euros la botella. Hablando en plata diré que al probarlo me pareció la leche, siendo vodka. Se elabora a partir de trigo de la estepa rusa y agua del lago Ladoga, al norte de San Petersburgo. Se destila cuatro veces y se filtra otras tantas. Tenerlo en casa, en fin, me pareció la excusa perfecta para realizar un experimento sensorial que hacía tiempo que me andaba rondando la cabeza: cenar con vodka, única y exclusivamente.
Éstas son las impresiones que obtuve de aquel experimento empírico según las anotaciones de mi libreta, en las que felizmente no han quedado reflejados los cánticos regionales que sucedieron a los postres:
Nota 1: todos los productos que intervinieron en esta cena pueden conseguirse casi siempre a precios bastante módicos- en cualquier centro comercial urbano; prefiero no poner marcas porque imagino que cada uno tendrá sus propias preferencias. El vodka sí lo reseño porque me parece espléndido y singular.
Nota 2: Como acompañamiento para todo lo mencionado dispuse blinis con mantequilla y pan ligeramente tostado, con sal, tomate untado y aceite de oliva, un pa amb tomacat de toda la vida, vamos.
Nota 3: Lo de los cánticos regionales es coña. Todos los placeres se disfrutan mejor con cierto grado de moderación... O no.
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