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El descanso del guerrero en la 'República Popular de la Construcción'

Por MARTIN XIAOBAO (SOITU.ES)
Actualizado 18-07-2008 17:12 CET

Uno se los encuentra en cada esquina. Apurando sus cigarrillos. Combatiendo el calor con lo que fue un bote de Nescafé, que ahora llenan de agua hirviendo. El líquido se tiñe de verde al contacto con las hojas de té. Y eso les da el combustible para seguir adelante.

Chutes de nicotina y té para encaramarse una vez más al andamio.

Vienen de lejos, de pueblos remotos cuyo nombre uno no ha escuchado nunca antes. De las llanuras aluviales del Yangtzé, o de las montañas del oeste de Xi’an. Antes de cargar con sacos de cemento en la espalda, el más viejo trabajaba el campo. Otro picaba carbón bajo tierra, en una mina. El tercero dice que tenía un pequeño comercio y una granja.

Todos fueron reemplazados en aquellos negocios por un familiar. Una mujer, un hijo, un padre o una madre. Que cada mes esperan recibir un dinero del esposo, padre o hijo que marchó a la ciudad. Yuanes caídos del cielo que hacen más llevadera la distancia. Porque febrero, con su Año Nuevo lunar y sus vacaciones para hacer la visita anual a la ‘laojia’, la ‘casa vieja’, queda todavía a medio año.

Te los encuentras en Chongqing, Nanjing, Xi’an, Wenzhou, Tianjin, Urumqi… cualquier ciudad del país, grandes y pequeñas. Pero sobre todo, en Pekín, que estos meses parece la capital de la República Popular de la Construcción.

Trabajan día y noche. Y cuando no, duermen entre los escombros o, en el mejor de los casos, en cabinas con literas que gritan por recibir un chorro de lejía. La paga puede ir de 50 yuanes a 500 (de cinco euros a 50, por redondear) por jornada, dependiendo de las horas extras o lo peligroso de la labor que les haya tocado desempeñar hoy.

Los turnos resultan extenuantes, porque todo debe estar listo para las Olimpiadas. "Me siento orgulloso. Y mi familia también", le cuenta a uno Xiaochuan, de 26 años, ese que trabajó dos años bajo tierra. "Es duro, pero lo de la mina era peor. Aquí me siento parte de algo grande".

Durante los últimos cuatro años, 100.000 Wei Lis han participado en la construcción del Estadio Nacional, el Nido de Pájaro. Al menos dos murieron en accidentes laborales.

Pero son muchos más, entre 150 y 300 millones, los que han emigrado del campo a la ciudad para probar suerte en la nueva China, que la vieja ya se la conocen de sobra. Han construido así ese futuro que el país encara orgulloso, han ensamblado ordenadores o cosido las muñecas que se venden por todo el mundo y han levantado los estadios de las Olimpiadas.

A cambio, como mucho, obtienen grandes dosis de indiferencia. Poco más. Son casi ilegales en su propio país (el sistema de registro civil ‘ata’ a las personas a un determinado lugar; si se mudan, el acceso a sanidad o educación para los hijos se dificulta). Y cada febrero se repiten protestas de trabajadores que no pueden pagarse el tren para volver a casa porque sus capataces no les pagan lo prometido.

Así que, cuando uno se los encuentra en cada esquina, con su cigarrillo, su termo de té, con la barriga al aire, el casco torcido a punto de deslizarse de la cabeza, engullendo con sus palillos el mucho arroz y la poca proteína que les llevan en fiambreras de poliespán, a uno le da por pensar el mérito que tienen.

Normal que, cuando tienen oportunidad, aprovechen para practicar el deporte nacional: roncar, en el primer sitio que se pueda, que es la mejor forma de evadirse.

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