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Almejas muy clásicas

EFE
Actualizado 23-03-2009 11:00 CET

Madrid.-  ¿Fina o babosa? ¿Al natural o a la marinera? Ciertamente, hay más especies de almejas que las dos citadas, como hay muchísimas más maneras de disfrutar de ellas que las mencionadas; pero, en líneas generales, son las dos especies y las dos fórmulas más extendidas y, seguramente, las de mayor aprecio general.

La almeja es un molusco lamelibranquio o bivalvo, de la familia de los venéridos, palabra que nos lleva automáticamente a pensar en Venus... aunque en el famoso cuadro de Sandro Botticelli la diosa no surja de una concha de almeja, sino de la de una vieira, que es tan lamelibranquia como la almeja, pero cuya familia es la de los pectínidos. Dejando la zoología y la taxonomía para recalar en las más sencillas aguas de la gastronomía, diremos que la almeja, o al menos algunas de sus variedades, es uno de los mariscos más deliciosos que nos ofrece el mar.

Como apuntamos, la almeja fina y la almeja babosa son las dos especies más apreciadas y cotizadas. La primera es la que solemos conocer como "almeja de Carril", en alusión a la localidad de ese nombre de la ría de Arousa. Vive enterrada en fondos de todo tipo, crece lentamente y resiste muy bien la desecación y las variaciones de salinidad del agua; vamos, que viaja bien. Puede alcanzar un tamaño considerable, de hasta siete centímetros; para ser comercializada ha de medir, al menos, cuatro en su eje más largo.

La almeja babosa se entierra un poco menos que la fina. También es mucho más sensible a la desecación, es decir, que no le gusta mucho viajar. Crece antes que su prima, pero menos: a lo más que llega es a superar los cinco centímetros. A diferencia de lo que ocurre con la fina, cuyas valvas presentan un retículo al cruzarse las líneas concéntricas con las costillas radiales, en la babosa estas costillas son mucho menos perceptibles. Su carne, eso sí, es más tierna que la de la almeja fina, y sus valvas pesan muy poco, por lo que su rendimiento es muy bueno.

Hay más almejas, entre ellas la rubia, la japonesa, la llamada chirla y algunas otras, pero todas palidecen ante la calidad de las dos anteriormente citadas. Recuerden que han de comprar almejas vivas, esto es, herméticamente cerradas, y que es muy conveniente mantenerlas unas horas sumergidas en agua con sal, o extendidas en una bandeja y tapadas con un paño blanco mojado cada vez que haga falta con agua salada, para que ellas mismas se liberen de la tierra que pueden contener; comer tierra es una cosa muy desagradable, aunque venga aderezada con almejas, berberechos o setas.

Para comerlas al natural habrá que elegirlas de buen tamaño, y abrirlas con cierta habilidad; en los restaurantes ese trabajo se lo darán hecho, y le traerán su media docena, o su docenita, sobre un lecho de hielo. Lo normal, aunque los ultraortodoxos renieguen de esa costumbre, es ponerle a cada almeja un par de gotitas de limón; así, por la reacción del molusco, nos cercioramos de que está vivo y no nos va a dar ningún disgusto... además de que la combinación de los sabores del limón y el yodo es de lo más agradable.

Dejaremos de lado el amplio recetario creado para las almejas, incluso la observación de Joseph Cornide de que "con su carne se hace un excelente caldo, tan gustoso como el de gallina", para ocuparnos de las almejas a la marinera. Primer dato: hay tantas recetas como cocineros. Segundo: la salsa es roja, o puede serlo, que no es obligatorio, por los efectos colorantes del pimentón... porque las almejas a la marinera no deben llevar jamás tomate.

A mí me gustan sin colorear, en una versión que se parece más a la que Emilia Pardo Bazán llamó "lame-lame" "por la manera perruna de comerlas". De todos modos, la fórmula que empleamos quita y pone cosas. Para empezar, y una vez en estado de revista las almejas, las pusimos en una cazuela con medio vasito de agua y una hoja pequeña de laurel y las llevamos a fuego fuerte, para que se abriesen. Una vez abiertas, las trasvasamos a otra cazuela y colamos el líquido de la primera. En una sartén con aceite virgen sofreímos una cebolla tierna y un ajo, picados muy finamente. Para darles calor sin darles color, incorporamos una cayenita. Cuando la cebolla se ablandó lo suficiente, pusimos un chorrito de albariño. Dejamos reducir y añadimos el agua de las almejas y el zumo de medio limón; después de un par de minutos, cubrimos con esta salsa, de la que retiramos la cayenita, las almejas; dimos un hervor y espolvoreamos perejil picado.

Así preparadas, calentitas y acompañadas de un buen blanco gallego, como el albariño -un magnífico Fefiñanes III año- con el que las tomé hace unos días en mi casa, y pan migoso para hacer honores a una de esas salsas que literalmente está "de toma pan y moja", las almejas son un primer plato de fiesta. Y es que, qué quieren que les diga, bajo la advocación de la diosa romana de la belleza no puede haber nada malo.

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