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El perifollo

  • La arquitectura no debe adornar obras de ingeniería que se justifican en sí mismas
  • En ocasiones la peatonalización es un obstáculo más que una ayuda
Por DIEGO FULLAONDO (SOITU.ES)
Actualizado 25-06-2009 12:27 CET

En Madrid estamos de inauguración: la nueva estación Metro y Cercanías de nuestra televisiva Puerta del Sol. En principio, inaugurar siempre parece una buena noticia. Por lo pronto, terminan las incomodidades que siempre lleva aparejadas una obra. Y ésta ha durado ya casi seis años. Pero es que, en este caso, lo que abre sus puertas es una infraestructura que facilitará la vida a mucha gente. Es más, la nueva instalación se ha planificado sobre la base de impulsar los incuestionados valores que hemos convenido en denominar —políticamente correctos— transporte público, peatonalización y cualificación del espacio público. Vamos, que lo tenía todo para triunfar.

Pero, mira tú por donde, algún iluminado consideró que todas estas bondades evidentes de la operación no eran suficientes. Y ahí comienza el desastre. Pensó que la gigantesca y compleja caverna que ha sido necesario realizar bajo la plaza no podía quedar simplemente sepultada y oculta en el subsuelo. Merecía aflorar a la superficie con un elemento reconocible, que gritara a los ciudadanos la magnitud del esfuerzo y la inversión realizada. Entonces, cómo no, llama a los arquitectos, que ya se sabe, estas cosas las hacen muy bien.

Una rápida miradita alrededor para buscar referencias, y encuentran el excelente Metro de Foster en Bilbao. ¡Eureka!, ya tenemos resuelto el otro problema de esta operación de maquillaje y propaganda que nos hemos propuesto: la forma física del reclamo que vamos a colocar ante la ciudadanía. Una entrada a la estación así como modernita y cristalina (por lo del contraste con la ciudad histórica, y que no nos llamen carcas), blandita (que ahora se lleva mucho) y como emergiendo del suelo (por lo de la topología o topografía o como se llame).

Gracias a Dios, la infraestructura quedará, y estoy seguro de que se beneficiarán de ella muchos de esos ciudadanos a los que algunos se empeñan en seguir tratando como imbéciles. Pero, o mucho me equivoco, o la tosca ballena poliédrica que nos presenta todo su lomo en el puto medio de la plaza dudo mucho que sea muy apreciada por los desconcertados viandantes. No porque sea fea, que ni lo sé ni me importa. Sino porque todo, a partir de la decisión de colocar un elemento de este tipo, está rematadamente equivocado:

  • El propósito de la arquitectura no es decorar y embellecer una obra de ingeniería, que, por otra parte, estoy convencido de que es magnífica. No somos el doloroso peaje que hay que pagar para calmar conciencias.
  • Peatonalizar una plaza no es sólo quitar el tráfico. Conviene tener un proyecto que, al menos, prevea, sitúe y diseñe aquellas instalaciones necesarias, de manera que no se conviertan para el peatón en un obstáculo aún más insalvable que el maldito coche.
  • El metro de Foster de Bilbao es excelente. Sus bocas-gusano cristalinas son el cuidado remate de toda una estructura interna compuesta de tubos de comunicación que serpentean por el subsuelo hasta encontrar el lugar idóneo en el que conectarse con el viejo mundo exterior. Ese planteamiento no tiene nada que ver con ponerle una caperuza llamativa a una parte de un gran vestíbulo intercambiador. Aunque la apariencia formal de ambas soluciones exteriores pueda esbozar alguna similitud superficial, lo que en un caso es una consecuencia lógica, en el otro es una superposición caprichosa. Que además, como suele pasar en estos casos, manifiesta todas sus incoherencias funcionales.
  • Se dice matizadamente que "la estructura de la cubierta" la ha hecho un arquitecto, Antonio Fernández Alba. Dos cuestiones que me hacen sospechar ante un dato tan escondido hasta la fecha y ante una afirmación tan medida: Uno: se llama al final a un arquitecto, y además uno de prestigio no porque se le considere necesario sino a modo de escudo frente a posibles críticas de la impredecible opinión ciudadana. Y dos: cada arquitecto va construyendo lentamente a lo largo de su trayectoria su propio lenguaje, aquel en el que se mueve cómodo y le sirve para expresar y solucionar aquellos problemas con los que se enfrenta; esta metálica y triangulada cúpula de Sol, nada tiene que ver con el tradicional vocabulario de Alba; y estas repentinas incursiones en el diccionario ajeno suelen acabar en torpes e infantiles traducciones que construyen, como mucho, frases sin sentido. Yo, la verdad, no me creo mucho lo de la autoría real.

Hace muchos años, nada más terminar la carrera, tuve la suerte, quizás demasiado prematura, de enfrentarme al encargo de un duro proyecto de vivienda colectiva privado. Con las dudas e inseguridades propias de ese período, elaboramos una propuesta tímida y algo ingenua, en la que pretendíamos el matrimonio imposible entre nuestras vigorosas convicciones escolares y las dificultades que vislumbrábamos en la vida profesional. Se la presenté con ilusión al promotor, un sólido ingeniero de caminos "de los de toda la vida". Después de un estudiado y amenazante silencio valorativo, me dijo: "¿Y dónde está el perifollo del arquitecto? Esto es más simple, chico. Te cambio todas esas cosas raras que me cuentas, por un perifollo de verdad, que salga en los papeles y con el que disfrutes a gusto". Me había noqueado con el primer golpe. Atravesé el resto del combate completamente grogui, perdiendo a los puntos asalto tras asalto, haciendo un proyecto cada vez más insulso mientras la dichosa pregunta retumbaba en mi cabeza.

Tardé algún tiempo, pero ahora ya sé que la arquitectura no es una cuestión de perifollos. Y lo que es más importante: la gente también lo sabe. Lo expresa cada uno a su manera, pero no les gusta que les quieran engañar y les tomen por imbéciles. No les gusta que les consideren incapaces de comprender el enorme beneficio que supondrá la nueva estación en sí misma, sin necesidad de tener que recurrir a un torpe y excesivo tocado.

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