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La importancia del contacto materno (II)

Por ESTHER SAMPER (SHORA)
Actualizado 02-07-2009 13:54 CET

A la hora de elegir, los monos bebés prefieren, con mucho, el contacto con su madre que lactar. ¿Hasta qué punto los bebés humanos son iguales en este comportamiento? ¿Cuáles son las terribles consecuencias de una ausencia de contacto humano para el bebé?

En la primera parte analizábamos los resultados de unos crueles experimentos realizados en monos rhesus. Entre una madre simulada de felpa y una madre simulada de hierro con un biberón, los monos rhesus se decantaban en todos los casos por la primera. Sólo cuando la sensación de hambre era demasiado fuerte, acudían a la madre con el biberón para posteriormente correr a la madre de felpa nada más saciar su apetito. Los monitos que no tuvieron acceso al contacto de una madre de felpa durante un largo periodo de tiempo se volvían asustadizos, inseguros y su llanto era constante.

Con ese experimento y otros más que se realizaron posteriormente en monos, quedó claro que en ellos era principalmente importante el contacto materno para su desarrollo, y que su principal comportamiento estaba dirigido a buscar y solicitar esa atención materna tan necesaria para ellos. Pero, ¿hasta qué punto estos resultados podían ser extrapolables al ser humano? ¿Seríamos lo suficientemente similares como para compartir esta característica? ¿Cómo íbamos a responder a esa cuestión sin recurrir a esos traumáticos experimentos?

Lamentablemente, muchas de las respuestas a cuestiones planteadas desde la medicina se han respondido desde grandes dramas humanos: Guerras, hambrunas, pobreza, catástrofes naturales... La ciencia médica no sólo ha avanzado gracias a grandes logros sino también gracias a las peores pesadillas del ser humano. Las preguntas "¿Cuán importante es el contacto materno para el bebé humano? y ¿cuáles son las consecuencias de su ausencia?" no pudo ni tuvo que ser respondida desde el laboratorio. La realidad, mucho más cruel, dejó la respuesta en bandeja.

Entre los años 30 y 50 del siglo pasado existían gran cantidad de orfanatos y hospitales repartidos por todo el mundo y dedicados al cuidado de bebés y niños pequeños. La muerte de los padres o la pobreza eran las principales causas que llevaban a un bebé a un orfanato o a un hospital. La Segunda Guerra Mundial agravó aún más la situación y muchas de estas instituciones terminaban abarrotadas de bebés y niños que no podían ser atendidos en condiciones.

El psicólogo René Spitz se mostró muy interesado por conocer qué ocurría con los bebés en las instituciones en las que eran acogidos. Para ello, seleccionó algunos orfanatos con el fin de estudiar el desarrollo de los bebés en esas condiciones y los comparó con el desarrollo de los bebés con un madre amorosa. Ambos tenían todos los cuidados necesarios: Vivían en condiciones higiénicas, recibían buena comida y también tenían atención médica. Sin embargo, la mayoría de los niños de los orfanatos no tenían algo que sí tenían los niños al cuidado de sus madres: Abrazos, besos, carantoñas... En definitiva, les faltaba el contacto materno. Las enfermeras y cuidadoras encargadas de los bebés no tenían tiempo para estos menesteres en unos orfanatos abarrotados de ellos. Como resultado: Los bebés vivían prácticamente en soledad, confinados en sus pequeñas cunas. El contacto con sus cuidadoras se limitaba al tiempo en que tomaban el biberón.

Las consecuencias de la ausencia del contacto materno eran inimaginables. Bebés (con menos de 18 meses) aparentemente sanos, que recibían en los orfanatos todos los cuidados básicos y tenían unas condiciones de higiene perfectas, terminaban muriendo antes de llegar a los dos años de edad. La ausencia de caricias, abrazos, besos y el roce piel con piel había terminado matándolos después de más de 18 semanas sin ellos. Y en ese duro periodo de tiempo terminaban por no llorar, aprendían que nadie iba a responder a sus llamadas.

En un orfanato, casi la mitad de los bebés moría antes de cumplir los dos años. En otro, la mortalidad llegaba al 90%. Aquellos bebés que lograban sobrevivir más de dos años y medio quedaban traumatizados de por vida: Tenían un retraso mental considerable, trastornos motores, incapacidad para establecer relaciones sociales y la mayoría era incapaz de hablar y de realizar actividades sencillas por ellos mismos. Además, la falta de contacto materno retrasaba su crecimiento, bebés de 10 meses podían parecer que tenían 3 ó 4. No se tardó en dar nombre a lo que ocurría con estos bebés en los orfanatos: Hospitalismo.

Spitz describió la cara típica del bebé "abandonado" en un orfanato abarrotado: "Ojos abiertos de par en par sin emoción, cara congelada con una expresión distante, como si estuviera aturdido". Antes de llegar a esta fase final, los bebés reaccionaban ante la ausencia de contacto humano con lloros repetidos y se agarraban a alguien en cuanto estuviera cerca. Pasado un tiempo, si seguían sin tener contacto, comenzaban a gritar buscando ese contacto tan importante para ellos, perdían peso poco a poco y su crecimiento se detenía. Cuando los bebés se resignaban a la realidad de una vida sin contacto materno adoptaban un comportamiento autista: Replegados sobre sí mismos y rechazando cualquier intento de contacto hacia ellos.

Gracias al estudio de la dura realidad que ocurría en los orfanatos y hospitales, hoy en día todas estas instituciones que se encuentran en los países desarrollados deben y tienen que fomentar el contacto con los bebés. Un requisito fundamental que aún no se cumple en muchos lugares pobres, en donde los bebés son privados de lo más importante para ellos.

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