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Kabul, la ciudad minada

Por GERVASIO SÁNCHEZ (SOITU.ES)
Actualizado 05-08-2009 07:56 CET

KABUL (AFGANISTÁN).-  Aquel agosto de 1996 llegué a Kabul con un claro objetivo: documentar el drama de los mutilados por las minas. También me llevé un dossier de prensa que había ido guardando desde que en diciembre de 1979 los soviéticos invadieron el país.

Me alojé en la misión francesa de Médicos sin Fronteras, una de las escasas organizaciones humanitarias que resistía en medio del caos y la devastación. Durante el día visitaba los hospitales de Kabul en busca de nuevas víctimas y el centro ortopédico de la Cruz Roja Internacional.

"Tenemos cincuenta accidentes mensuales en la actualidad", me dijo ayer Jessica Barry, coordinadora de prensa de la organización internacional. "En agosto de 1996 había una media de una docena de accidentes diarios en la capital", le contesté. Ella se quedó muda.

En el hospital Kartese había dos grandes salas alargadas con capacidad para cincuenta niños. Solía llegar un poco antes de las nueve de la mañana. A esa hora empezaban las curaciones sin anestesia. Los curanderos avanzaban por filas. Los gritos eran insoportables. Algunos lloraban cuando veían que les tocaba su turno. Otros se escondían debajo de las sábanas.

Mutilados porque no sabían lo que era una mina; mutilados porque los señores de la guerra, hoy sentados en el Parlamento afgano como prohombres de paz, habían ordenado minar el interior de las casas; mutilados por minas mariposas de lindos colores que se activan por calor al tocarlas; mutilados porque tenían que buscar metal en las ruinas y con su venta poder llevarse un pedazo de pan a la boca.

Fui todos los días y muy pocas veces hice fotos. Sólo quería ver para no olvidar nunca, la única garantía para no volverme un cínico.

El coordinador pidió silencio en mi última visita. Anunció que ya no volvería y pidió un aplauso. Los chiquillos me saludaron uno por uno. Sabía que varios de ellos no sobrevivirían como así ocurrió.

Aquellos días recordé las palabras del gran fotógrafo Philip Jones Griffiths, fallecido en marzo del año pasado: "No puedes enfocar con lágrimas en los ojos". O las de Robert Capa: "No siempre es fácil mantenerte al margen y no ser capaz de hacer nada aparte de documentar el sufrimiento que te rodea".

Recorrí la capital derruida con los equipos de desminado y así supe lo fácil que era ser herido por un artefacto escondido en los lugares más inverosímiles. Una mañana escuché una explosión a 30 metros de donde estaba. Un desminador había saltado por los aires al manipular una mina. El suelo se llenó de sangre y se le hizo una cura de urgencia. Estaba mal herido. Me dejaron acompañarlo al hospital y fotografíe la operación. Los desgarros eran terribles, pero salvó todos sus miembros.

Por las tardes leía sobre Afganistán. La invasión soviética había sembrado el caos y provocado el éxodo de millones de afganos. La ayuda estadounidense había promovido grupos islámicos afganos muy poderosos. Pakistán y Arabia Saudita eran los protectores de la resistencia afgana. Los grupos más radicales eran premiados con generosidad.

Entre 1980 y 1989, Estados Unidos se gastó más de 2.000 millones de dólares en ayuda militar. Nadie pensaba en quién y en cómo se gobernaría Afganistán tras la salida de los soviéticos del país. Concentrados en la ciudad pakistaní de Peshawar, los grupos islámicos mantenían las armas engrasadas para el asalto final de la capital.

Por fin el último soldado soviético abandonó Afganistán el 15 de febrero de 1989. Ese mismo día, ni uno más ni uno menos, un alto funcionario de la Administración del presidente George Bush (padre) respondió a la pregunta de un periodista en Washington: "No posee reservas de petróleo, no está localizado en el Golfo Pérsico, no es un enclave estratégico que deba ser guardado a cualquier coste. No tenemos un interés acuciante allí. Debemos ser realistas".

Estados Unidos destinó 150 millones de dólares en ayuda económica y se olvidó de un país en el que se había implicado durante una década, mientras la Unión Soviética anunciaba una contribución de 660 millones de dólares al fondo especial de la ONU en compensación por los daños provocados por la invasión.

Un régimen prosoviético, liderado por Mohamed Najibulá, resistió durante tres años. Tras su caída en 1992 las nuevas autoridades kabulíes fueron saludadas por los gobiernos de Pakistán y Arabia Saudita. El objetivo de estos países era controlar la situación en Afganistán, ayudar a sus aliados pastunes encabezados por Gulbudin Hekmatyar, uno de los mayores criminales de guerra de la historia de este país, y dar un aviso a Irán, el enemigo regional. La India también decidió involucrarse en el conflicto.

El escenario de la última gran batalla de la Guerra Fría se convertía en el caldo de cultivo de varias potencias regionales que utilizaban a las milicias afganas como simples peones. Las consecuencias de la guerra civil que entonces empezaba todavía se están pagando veinte años después.

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