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Anécdotas en la ciudad cárcel

Por GERVASIO SÁNCHEZ (SOITU.ES)
Actualizado 07-08-2009 08:19 CET

KABUL (AFGANISTÁN).-  Aquel junio de 1997 había llegado a Kabul para continuar mi trabajo sobre los estragos de las minas antipersonas. Tenía que visitar los hospitales, el centro ortopédico y documentar la historia de la joven Wahida Abed, a la que había conocido el año anterior. Pero Afganistán era el único país del mundo donde la fotografía estaba prohibida.

"¿Cómo puedo darle un permiso para hacer algo que está fuera de la ley?", me preguntó el viceministro de Sanidad, el doctor Satar Abdul Paktis. Le insistí en que estaba haciendo un trabajo para diferentes organizaciones humanitarias y que su país era uno de los más minados del mundo. "Estoy interesado en su trabajo, pero las órdenes son muy estrictas. Me puede costar caro", me contestó.

Llevaba más de una semana en Kabul y no había podido hacer una sola fotografía. "No me queda más remedio que irme de aquí. Mi intención era estar un mes, pero esta situación me impide hacer mi trabajo", le dije levantando la voz. Había decidido jugarme la última carta. Aunque sabía que estaba ante un talibán moderado (ya entonces existía la división entre duros y blandos), no valía la pena seguir discutiendo.

Me miró, sonrió y me espetó: "No se preocupe. Voy a llamar a los directores de los principales hospitales para que le permitan hacer fotografías". Cogió el teléfono y llamó al hospital Kartese. Habló durante unos minutos y después de colgar me dijo: "El director le está esperando. A lo largo de esta mañana llamaré a los otros hospitales".

Mi llegada al despacho coincidió con la salida de la responsable médica de la Cruz Roja Internacional. Unos días antes, en su oficina, me había dicho que sería imposible conseguir los permisos para fotografiar. Me hizo sentir que mi presencia era un problema. Tampoco me gustó su tono aunque sabía que estaba bajo mucha presión.

Como mujer tenía que batallar diariamente con la intransigencia talibán. Algunos altos funcionarios rechazaban frontalmente entrevistarse con mujeres extranjeras. Otros permitían el paso en sus despachos, pero miraban en dirección contraria cuando hablaban con interlocutoras femeninas.

El director del hospital fue al grano: "Puedes seguir con tu trabajo. Evita pasearte por las salas femeninas y escóndete si entra la policía religiosa. Si se enteran de que estás haciendo fotografías, todos tendremos problemas". Los miembros del Departamento para la Propagación de la Virtud y Supresión del Vicio utilizaban todoterrenos japoneses, los únicos coches modernos que se veían en la capital, y eran temidos por todo el mundo.

El único lugar donde pude trabajar con total libertad fue en el centro ortopédico dirigido por el italiano Alberto Cairo, que llegó a Afganistán en 1991 y que todavía hoy sigue al frente de la institución más respetada en el país, dependiente de la Cruz Roja Internacional. Los talibanes heridos se dejaban fotografiar y las mujeres no protestaban cuando me veían pululando por sus salas, aisladas de las de los hombres.

Durante varios días busqué a Wahida Abed. Nueve meses antes la había conocido en el centro ortopédico y le había podido hacer fotos sin problemas. Su historia resumía el drama del país: su padre había desaparecido y sus dos hermanos varones habían muerto en el conflicto. Vivía con su madre y una hermana y trabajaba para la organización humanitaria Save the Children.

Mi encuentro con ella duró cinco minutos. Fotografiar era un delito. Fotografiar a una mujer afgana casi un crimen. No importaba ni la razón ni la situación. Tuve que renunciar a verla para no poner en peligro su vida.

Los talibanes habían sufrido su primera derrota. Conquistaron la gran ciudad norteña de Mazar el Charif e intentaron imponer su intolerante código islámico que fue rechazado por la población más liberal. Los consiguientes combates provocaron miles de bajas entre los talibanes y varios altos cargos de su Consejo Supremo fueron hechos prisioneros.

El hospital Kartese estaba lleno de heridos. Eran pastunes de Kandahar y conseguí ganarme la confianza de varios que me explicaron sus historias bélicas. Abdul Bary, de 25 años, resumía todas las historias. Había luchado contra los rusos, los comunistas afganos y otros grupos islámicos rivales. Había recibido cinco balazos. "Mi vida es la guerra y regresaré a ella en cuanto me den el alta", me dijo con una sonrisa infantil.

"¿Cuál es para usted la religión verdadera?", me preguntó un día uno de los jóvenes talibanes. "Creo que se trata de diferentes interpretaciones de la búsqueda de un mismo ideal. Ustedes lo llaman Alá, los cristianos Dios, los judíos Yavhé, los budistas Buda", contesté. "Sólo hay un Dios y se llama Alá", respondió otro de los jóvenes. "En el cristianismo hay algunos que dicen algo parecido", respondí con pocas ganas. Pensé que era imposible discutir con personas que sólo buscaban el camino más corto para alcanzar la puerta del cielo.

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