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Mis mejores fuentes de información

Por GERVASIO SÁNCHEZ (SOITU.ES)
Actualizado 11-08-2009 12:53 CET

KABUL (AFGANISTÁN).-  Hace muchos años me aseguraron que él me aclararía todas mis dudas. Se trataba de un ingeniero muy culto que trabajaba como traductor para una organización humanitaria gracias a sus conocimientos de inglés y francés y que estaba emparentado con la familia real. Había vivido en el extranjero, pero decidió regresar después de la salida del último soldado ruso en febrero de 1989. "Quería servir a mi país", me contestó cuando le pregunté si no se había arrepentido de su decisión. Sólo me puso una condición: nunca podría utilizar su nombre.

Un día de agosto de 1996 nos bajamos a tomar un té al refugio de la casa donde trabajaba. Los talibanes bombardeaban la capital sin descanso. "Han llegado a las puertas de Kabul sin combatir porque los afganos están hartos de señores de la guerra. Han puesto fin al pillaje y ya no hay bombardeos sobre las ciudades conquistadas. Entrarán sin disparar un tiro".

Un mes más tarde, los talibanes ocuparon Kabul con el mínimo esfuerzo. Habían permitido a los milicianos derrotados abandonar el casco urbano por un pasillo de seguridad. Sí hubo asesinatos selectivos y nadie aplaudió. Pero la población apoyó el fin del caos.

En junio de 1997, los talibanes estrangulaban la vida cotidiana de todos los ciudadanos. Las mujeres eran azotadas por el solo hecho de levantarse el burka para respirar. Las jóvenes y las niñas habían desaparecido de las escuelas y las calles. Los niños talibanes disfrutaban tirando piedras a los escasos animales del zoológico durante sus paseos de los viernes después de la oración.

"Los afganos son fundamentalistas y la aplicación de la sharia es el retorno a la tradición. Es difícil de comprender cuando se es un hombre ilustrado, pero lo cierto es que tienen mucho poder popular", me dijo mi querido amigo mientras se estiraba su populosa barba, obligatoria durante aquel periodo.

Había decidido sobrevivir y aceptar, como la mayoría de los afganos, todas las imposiciones de los nuevos iluminados. Los talibanes consiguieron ocupar más del 85% del país y desarmar a la mayoría de los innumerables grupos islámicos, algunos tan radicales como ellos.

En febrero de 2002 lo encontré después de una larga búsqueda. Estaba enfermo, avejentado, rociado por la duda, pero mantenía una fortaleza moral impresionante y un sentido del humor exquisito. Tenía más visión de futuro que muchos diplomáticos y expertos de última hora.

"Siendo optimista y creyendo en unas mínimas normas de convivencia, en tres años se puede estabilizar este país", me retó. Al ver mi cara de sorpresa subrayó: "Hay dos condiciones incuestionables que van de la mano: el desarme de los señores de la guerra y la creación de un ejército nacional, único camino para que no se produzca la partición del país".

Aquel hombre seguía siendo un optimista nato: "Tenemos una gran ventaja sobre el pasado. Las llamadas potencias occidentales se han dado cuenta que el abandono de este país ha permitido la consolidación del nido terrorista".

Lo busqué en 2006. Pero se había evaporado. O quizá había muerto. Me hubiera confirmado que la comunidad internacional había organizado un simulacro de paz y democracia mientras el parlamento mimaba a los criminales señores de la guerra.

La suerte permitió que encontrase otra buena fuente de información, esta vez muy implicada en los acontecimientos políticos que se estaban desarrollando. Los bombardeos intensivos de Estados Unidos y el Reino Unido habían provocado la muerte de centenares de civiles. Los talibanes se habían rearmado gracias al control del mercado de la heroína. Se movían con bastante facilidad por las provincias sureñas y habían establecido bases de apoyo en zonas del centro y el oeste.

"La situación se está deteriorando. La receta militar no funciona, la inseguridad es manifiesta en gran parte del país y la corrupción gubernamental desperdicia cualquier mejora objetiva", me explicó. Me recordó que la población afgana puede llegar a "preferir la injusticia al desorden".

Me dijo que "la esencia de una guerra asimétrica es precisamente la enorme desproporción entre un ejército poderoso que utiliza una maquinaria infernal en las operaciones y partidas de milicianos que conocen el terreno y se evaporan con gran facilidad". Entonces había 32.000 soldados (690 españoles) en Afganistán, un número insuficiente.

Hoy hay 64.000 pertenecientes a 42 países, un número insuficiente cuando "el esfuerzo bélico recae sobre un puñado de países mientras otros hacen la vista gorda", según la opinión de mi nuevo interlocutor.

Su punto de vista es más pesimista: "La paciencia se ha acabado. Los británicos están pagando un esfuerzo en vidas muy alto. Los alemanes se quejan del coste de la factura económica. El margen de maniobra es muy limitado. Otros países tendrán que asumir mayores responsabilidades y riesgos y sus gobiernos y parlamentos aprobar un envío mayor de tropas no sólo para reforzar el país durante el periodo electoral sino para intervenir en zonas conflictivas si queremos soñar con la pacificación del país".

Mi pregunta es elemental: "¿Te refieres a España?". "Evidentemente, es uno de los favoritos", me contesta sin fruncir el ceño.

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