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El 'suvenir'. La belleza de lo feo

  • Cualquier objeto puede ser un buen 'suvenir' cuando se quiere recordar sólo lo mejor
Por MERCEDES PELÁEZ* (SOITU.ES)
Actualizado 29-08-2009 11:33 CET

Los souvenirs encarnan con poderosa eficacia la imagen del antidiseño. Sobre todo en la sonora fonética castellana que simplifica la voz francesa de souvenir en 'suvenir', más expresiva de la naturaleza extrema de estos objetos traídos de los viajes para servir de recuerdo de la visita a algún lugar determinado. De un 'suvenir' se espera que parezca serlo, pero cuáles son las reglas que rigen su aspecto y su configuración para que lo sea, no resulta tan inmediato.

Que un souvenir es un 'suvenir' es evidente para quien lo mira y lo elige como tal. Pero también para aquellos que se resisten a detenerse ante uno de los escaparates donde los venden, en cuya presencia experimentan irritación y aversión intelectual. Se detestan los 'suvenires' propios, de manera que muchos comprarían antes una Barbie flamenca que una muñequita sevillana con traje de faralaes para colocar sobre el pedestal del televisor.

Del 'suvenir' se supone que será chocante y barato, con algo torturado que lo acerque a la sátira. Se busca que tenga el ingenio socarrón de los refranes que sentencian sobre suegras y vino en los azulejos que cuelgan en las paredes de los bares para turistas advirtiendo que "Al viajero, jamón, vino y pan casero" aunque "Si el mar fuera vino, todo el mundo sería marinero". Y para "Quien quiera saber, que compre un viejo".

Se viaja para conocer la tierra y la vida y para llenar la memoria y la maleta, así que hay tantos viajes como recuerdos y equipajes distintos. El 'suvenir' es propio de los viajes de ida con retorno, cuando la alegría del ocio es el único esfuerzo, el visitante un divertido espectador y el equipaje una versión externa de la memoria.

El coche, el barco y el avión son fascinantes baúles viajeros, con dos iconos del 'suvenir', el autobús de Londres y el barquito con los nombres de puertos fabulosos. También la cámara fotográfica, cuyo depósito de imágenes asegura a su dueño al retratarse ‘aquí estuve yo y fui feliz’. Casi siempre con sonrisas y posturas que hacen de la foto un jocoso 'suvenir', menos íntimo que un cuaderno de viaje con textos y dibujos. Dibujos, fotos y 'suvenires' son la mirada del viajero.

Pintores y dibujantes combaten la desmemoria con pinceles y lapiceros. Una buena caricatura personal puede ser un estupendo 'suvenir', de manera que, de Torremolinos y Los Ángeles, los retratistas invaden con sus tableros los paseos y muelles a la caza de un sujeto propicio al que inmortalizar con el método gráfico de la hilarante desproporción.

El viaje comparte con el culto religioso imágenes y estampas. En las tiendas de nuestros santuarios hay de todo, velas, rosarios, figuritas de santos, estampitas de Jerusalén con astillas de la madera del lígnum crucis... Son recuerdos bendecidos, souvenirs precursores de los que más tarde produciría en masa la industria del 'suvenir'.

Algunos objetos nacen de la añoranza del hogar en lugares lejanos. Los haitianos venden en República Dominicana pinturas artesanas que muestran Haití abarrotada de compatriotas. Pero la artesanía carece del poderío de un 'suvenir' chillón, falso de material y mal rematado. Poco tienen que hacer los delicados caballitos pintados de Estocolmo, el gallo de Portugal, un Pinocchio de madera y las marionetas de Praga ante un David de Miguel Ángel de plástico.

Para que un souvenir sea un buen 'suvenir' es necesario que su forma sea inadecuada al material elegido para construirlo. Lo ideal sería algo así como fabricar un gato con plumas de gallo en vez de pelo, o viceversa. Muchos turistas pudientes preferirán invertir en 'suvenires' de metales preciosos y se atreverán con una miniatura en pelo de plata del Jabalí de Florencia de las que imitan al auténtico porcellino del Mercado Nuevo, antes que adquirir alguna de las anónimas pulseritas de oro que se venden en las famosas tiendas del Ponte Vecchio.

Los plateros de los destinos lujosos se adelantaron a la industria del 'suvenir' con dos iconos excepcionales del recuerdo turístico, el dedal y la cucharita de plata. Con el nombre del lugar a buen tamaño y un abultado escudo que incomoda claramente su uso, anuncian a gritos que su sitio no es el costurero ni la mesa del comedor sino la estantería de un viajero coleccionista.

El 'suvenir' muestra una curiosa relación con la comida, pues se es de donde se pace. Los viajeros compran todo tipo de manjares típicos en tiendas y mercadillos para degustar en casa. Botellas de Tío Pepe con sombrero y chaquetilla, bombones Bacci con augurios en italiano o queso de Cabrales de inquietantes efluvios. En los aeropuertos los que portan blancas cajas poligonales vienen de Mallorca y llevan ensaimadas, el souvenir comestible más emblemático de todos.

Poco queda de los recuerdos que se devoran, a no ser que un 'suvenir' apropiado anuncie en la cocina que existió. La puerta de la nevera se ha convertido en la depositaria final de la memoria viajera coleccionando múltiples imanes que recuerdan paisajes y golosinas de lugares exóticos. Para 'suvenir' gastronómico, más vale la miniatura de un cerdo que la sabrosa nostalgia de un jamón importado por ejemplo a Japón desde España.

Otra forma de apropiarse del lugar visitado es llevar el traje tradicional, que será 'suvenir' si parece disfraz. A quién no le apetece portar una espada de Toledo y una armadura medieval de cuerpo entero para creerse un caballero español, un traje de odalisca turca o de flamenca o una chaqueta de Austria con botones de edelweiss. Siempre quedará el consuelo de adosarse al cuerpo una camiseta y una gorra con mensaje local, o guardar el pijama dentro de una muñequita de Niza de tela provenzal.

El 'suvenir' aquitectónico

Tampoco pasa nada por comprar casas, en miniatura, en tiendas turísticas. En Florencia hay cajas con forma de Baptisterio y figuritas del Duomo. En Ámsterdam, alzados tradicionales, y en Nepal, maquetitas de barro de viviendas. Los que prefieran arquitectura moderna están de enhorabuena pues el 'suvenir' ha alcanzado a los arquitectos estrella, y ya se venden parodias de la rampa de esquí de Bergisel de Zaha Hadid y del Nido Olímpico de Beijing de Herzog y de Meuron, en este caso convertido en útil cenicero.

El 'suvenir' de arquitectura tiene un filón en la copia de los monumentos con recurrentes remedos del Coliseo, del Golden Gate o de la Puerta de Brandenburgo de Berlín. Sin embargo, los 'suvenires' más eficaces de edificios son aquellos cuyos originales constituyen hitos urbanos de gran poder visual. La torre de Pisa, la Giralda y la Torre del Oro están entre los mejores por su aire de trofeo, compartido por dos iconos de Gustave Eiffel, la Torre Eiffel y la Estatua de la Libertad.

Francia regaló en 1886 a Nueva York la Estatua de la Libertad para celebrar la independencia de los EEUU. Un gigante souvenir de la Liberté transportado en barco desde el país galo para convertirse en el símbolo más emblemático de los EEUU y en el más reproducido como recuerdo. Por si no bastara, una réplica de la Estatua de la Libertad preside el escenario de fantasía de Las Vegas a modo de 'suvenir' neoyorkino de gran tamaño.

La ciudad de Las Vegas es un belén de 'suvenires' a escala urbana, con refritos del Empire State, de la Torre Eiffel y de canales inspirados en Venecia y en la Venice de Los Ángeles. Las Vegas es un paraíso artificial encerrado por efecto del clima del desierto. Un calor tan extremo como el frío que fingen las nevadas del 'suvenir' más hipnótico de todos, la bola de cristal con nieve. En ellas la pausada nevada es el medio que emplea la memoria para obtener un fogonazo del pasado, el flashback que procuran los objetos que adquirimos para recordar el viaje y la vida.

Con la vista puesta en una bola semejante y el recuerdo de Rosebud, acabó Welles la película y la existencia del 'Ciudadano Kane' en el palacio ecléctico de Xanadú. Un hermoso souvenir del castillo de Hearst en San Simeon de California, y de las casas plagadas de recuerdos europeos reunidos por otros ‘self-made men’ norteamericanos. Tennessee Williams y Richard Brooks bordaron el último en 'La gata sobre el tejado de zinc caliente' en el personaje del hombre cuyo padre sólo tuvo una maleta de viajante.

Maleta, bola de nieve o de vidente, cualquier objeto puede ser un buen 'suvenir' si el que mira pone su empeño en recordar sólo lo mejor del pasado a través del tamíz de la memoria. Un velo semejante al de esos paraguas azules con skyline de edificios que venden en los puestos turísticos para que el visitante al abrirlos finja creer que el cielo está soleado cuando llueve.


* Mercedes Peláez es arquitecto.

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