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La última viuda de ETA: "Se murió Franco y quedaron ellos"

  • Paqui Hernández ve todos los días el lugar donde asesinaron a su marido en junio
  • El inspector Eduardo Puelles trabajaba en la lucha antiterrorista desde hace doce años
  • Sus palabras tras la manifestación de Bilbao causaron un impacto social en el País Vasco
Por EDU SÁNCHEZ (SOITU.ES)
Actualizado 27-09-2009 11:45 CET

BILBAO (VIZCAYA).-  "Yo no tenía pensado decir nada. Estaba muy cansada, pero, después de escuchar al 'lehendakari' y ver a toda esa gente, me entraron ganas de decir unas palabras. Es lo que llevo pensando muchos años, pero, por temor a que le pudiera ocurrir algo a mi marido, no lo había dicho públicamente". Paqui Hernández se abrazó a la bandera española que había cubierto el féretro de Eduardo Puelles, su marido, y ocultó sus ojos tras unas gafas oscuras. Su voz contundente resonó en la escalinata del Ayuntamiento de Bilbao, ante miles de conciudadanos que escuchaban, tras 50 años soportando a ETA, a la mujer de un policía asesinado por los terroristas. "Luego dijeron que las viudas teníamos que tener la boquita cerrada... O sea, que matan a mi marido vilmente y encima me tengo que callar... Eso es lo que les ha ocurrido a muchas durante años, pero yo estaba ya harta de esta situación. Conozco lo que ocurre aquí desde niña y lo he visto con mis propios ojos".

Cuando Paqui conoció a Eduardo en 1983 ya sabía que era policía y los riesgos que corría por ello estando en el norte. Él, también bilbaíno, había entrado en el Cuerpo de rebote. "Estaba en el paro y acompañó a un cuñado a echar la solicitud y se animó él también. La cosa fue que a Eduardo le cogieron y al cuñado, no". Aunque no era una profesión vocacional, poco a poco fue cogiéndole gusto a su labor. "Estaba muy orgulloso de su trabajo, de conseguir que hubiera menos muertes, de que la gente pudiera vivir en paz y tranquilidad en su tierra", recuerda la última viuda que ha dejado ETA.

El inspector Eduardo Puelles García llevaba 27 años en la Policía Nacional. "Hizo de todo, desde labores de vigilancia en comisaría, hasta trabajos de oficina", explica Paqui. Esta mujer —menuda, de media melena color caoba y que fuma un cigarrillo tras otro mientras tomamos un café a pocos metros de la comisaría de Indautxu , donde trabajó siempre Puelles— nunca quiso condicionar el trabajo de su marido, ni cuando nacieron sus dos hijos, Rubén y Asier. "Hace doce años entró a formar parte de la brigada de lucha antiterrorista en Vizcaya. Era muy discreto con su labor, e intentaba que el estrés no afectara al día a día en casa. Por eso yo no conocía muchos detalles de su trabajo, porque solía dejar todas esas cuestiones en su despacho".

En esos años como jefe de grupo de la Brigada de Información de Bilbao, Puelles participó en la desarticulación de varios comandos, así como en la detención de más de setenta etarras. "Es cierto que, a veces, el clima se hacía irrespirable, y yo pasaba temporadas muy mal, de mucho agobio y nervios. Pero luego pensaba que, gracias a su labor, había gente que seguía viviendo".

Eran esos años en los que Paqui se guardaba mucho de hablar con ciertas personas del barrio. "Salía a la calle con una coraza. Tenía un grupo de amigas muy contadas y procurábamos que los niños no tuvieran un descuido y dijeran que su padre era policía". El mayor lo supo con seis años, por un descuido de su madre, a la que encontró planchando una camisa del uniforme y el niño preguntó qué significaba 'Policía Nacional'. "Le convencimos de que papá era bombero y que eso era lo que tenía que decir si le preguntaban los amigos". El pequeño tardó más en saberlo, "porque largaba todo. Pero nunca lo ocultamos por vergüenza, sino por el miedo a que le pudiera pasar algo", recalca la mujer.

"Yo todas las mañanas veo dónde mataron a mi marido"

Durante todo este tiempo, Paqui nunca supo si su marido había recibido amenazas o si su nombre había aparecido en alguno de los documentos intervenidos a la organización terrorista. "Si yo me entero, cojo a mis hijos y me marcho de aquí. La vida de mi marido era más importante que cualquier cosa. Pero sí que alguna vez pensé que podría sufrir un atentado en el que resultara herido. Aunque no imaginé que fuera a ser con tanta saña y sin otra pretensión que su asesinato".

Aquella mañana del pasado 19 de junio, Paqui seguía convaleciente en la cama. Había pasado unos días enferma, pero tenía la intención de levantarse cuando marchara su marido y aligerar así la plancha acumulada. Sin embargo, cuando Eduardo le dio el beso de despedida y cerró la puerta de su piso de Arrigorriaga, no abrió los ojos y siguió adormilada entre las sábanas. "De pronto, oí la explosión y me levanté temblando. Al ver el reloj, supe que podía ser él. Le llamé al móvil y estaba apagado. En la oficina nadie me cogía el teléfono". Al salir al rellano de la casa para bajar a la calle, Paqui miró por la ventana que hay justo frente a la puerta del ascensor: "Vi arder el coche con mi marido dentro. Lo veo todas las mañanas..."

Aunque ella estaba segura de que era el coche de Eduardo, trataron de tranquilizarla diciendo que todo apuntaba a un ajuste de cuentas. "Entonces llamé a mi hijo pequeño, que seguía durmiendo, y le dije que no se preocupara, que no era el 'aita'. Pero, al poco tiempo, me llamaron de la comisaría sus compañeros y me confirmaron que las placas de la matrícula eran las del vehículo que utilizaba mi marido. Sufrí unas taquicardias y me metieron en una ambulancia, junto a mis hijos. En el trayecto, el mayor se lo contó todo al pequeño..."

Orgullosos del 'gudari' Puelles

"Mi marido era un verdadero 'gudari', un luchador por la libertad de esta tierra, para que todos vivamos mejor y que se deje de asesinar por unas u otras ideas".

'Gudari'. Como muchos otros símbolos, los etarras y su entorno se han apropiado también de este término para referirse a sus miembros asesinos. Pero los 'gudaris' ('soldados' en euskera) eran los combatientes del 'Euzko Gudarostea', el ejército vasco que luchó contra los franquistas durante la Guerra Civil en defensa de la República y la autonomía del País Vasco. Con esa iconografía antifascista han intentado asemejarse los etarras.

Del 'gudari' Puelles se sienten muy orgullos su mujer y sus hijos. "En todos sus años de servicio en el Cuerpo Nacional de Policía, mi marido no mató a nadie. Sólo detuvo a personas que habían cometido un delito, cumpliendo órdenes de un juez, dentro de las garantías de un Estado de Derecho. Así que los 'txakurras' (perros) asesinos' —como llaman los etarras a los agentes— son ellos y nada más que ellos".

Al inspector asesinado lo sustituyó en su puesto otro compañero a las pocas horas del atentado, con la labor inmediata de localizar a los asesinos de su predecesor. "Lo único que han ganado es destrozarme la vida a mí y a mis hijos, pero sobre todo a mí, que era una sola persona con mi marido. Así que, les ha salido muy bien el atentado: han matado dos por uno", dice Paqui.

"Están hundiendo este país en la puñetera miseria"

Entre el 28 de junio de 1960 —asesinato del bebé Begoña Urroz, primera víctima mortal de ETA— y el 24 de noviembre de 1975 —último atentado mortal durante la dictadura—, los terroristas mataron a 46 personas, 24 de ellas civiles. Hasta la fecha, y aunque no hay una cifra oficial de víctimas, la banda es responsable de una lista de asesinatos que supera los 860, es decir, el 95% han sido cometidos en democracia. Ese listado lo encabezan los Cuerpos y Fuerzas de Seguridad del Estado —guardias civiles, policías nacionales, militares, policías locales y autonómicos—, que desde siempre han estado en el disparador de los criminales, con mayor intensidad desde la restauración de la libertad y la vigencia de la Constitución y el Estatuto de Autonomía, que han dado el mayor grado de autogobierno en la historia del País Vasco. "Se murió Franco y quedaron ellos", resume Paqui.

Para ella, el entorno terrorista es como "una secta. Quien entra en ese círculo no puede salir, porque arriesga su vida". "En aras de liberalizar no sé qué pueblo oprimido, matan. Y el resto mira para otro lado, pone peros a las condenas o abiertamente los defiende y apoya. Así nos va, que creen que están defendiendo este país y lo único que hacen es hundirlo en la puñetera miseria", añade, con voz serena y firme, como aquel sábado en la escalinata de su Ayuntamiento.

Además de quedarse viuda y ver cómo mataban a su marido delante de su portal, vivir en Bilbao para esta víctima, como para aquellas que permanecen en Euskadi, supone un doble sufrimiento. Tienen que compartir las calles, los comercios, las puertas de los colegios, las salas de espera de los ambulatorios o las parroquias con simpatizantes o familiares de los criminales de su ser querido. Cuando no, con el mismo asesino, puesto ya en libertad.

Hace unos días, Paqui se encontró una concentración de familiares de encarcelados. "Era víspera del Aste Nagusia (la Semana Grande) y llevaban sus cartelitos donde pedían traer a los presos a casa. Pues yo también quiero a mi marido en casa. Ellos piden dinero para hacer largos viajes para ver a sus familiares. Pero, ¿hasta dónde tengo que ir yo para ver a mi marido, o mis hijos para ver a su padre, o mi suegra para ver a su hijo? ¿Nos van a dar ese dinero, o nos van a poner otra bomba para que le hagamos compañía...?"

Eduardo Puelles no ha sido la última víctima de ETA. A las pocas semanas, el 30 de julio, eran asesinados los guardias civiles Carlos Saenz de Tejada (28 años) y Diego Salva (27 años) en Palma de Mallorca. Paqui sacó fuerzas y habló durante unos minutos con la madre de una de las víctimas. "No pude consolarla, porque aunque a mí se me vea una mujer entera y firme, que se resiste a llorar en público para no darles el gusto a los terroristas, mi dolor va por dentro y es aún muy profundo".

Paqui Hernández, como Caty Romero, Pilar Elías, Mari-Carmen Calvo, Fina Saavedra, Mercedes Vázquez, Charo Sierra, Julia Aparicio, Eva Pato, o como tantas otras, no es una viuda más. Como tampoco lo son cada una de las víctimas del terrorismo. Detrás de ellas hay una historia truncada, un proyecto de vida ya inalcanzable, un sueño roto por la decisión macabra de una organización que defiende la muerte como cimiento para construir un estado en el que no caben todos los que han nacido o viven allí.

Cada una de estas mujeres, como cada una de las víctimas —independientemente de sus ideas, creencias, ideologías, aficiones, gustos, o lugar de procedencia...—, han evitado la espiral de retroalimentar la violencia. Han huido de la venganza, confiado en la justicia, aunque ésta, a veces, ha sido muy injusta con ellas. Es imposible acordarse de los nombres y de las historias vitales de cada una. Pero su ejemplo y su actitud es una deuda pendiente que tenemos el resto.

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