"El agua es transparente, la propiedad del agua no lo es". Esta frase escuchada en la Expo de Zaragoza no dejó de resonarme en la cabeza este fin de semana mientras volvía a ver Chinatown, la película de Roman Polanski. En mi memoria cinéfila la tenía registrada como la típica trama de sexo turbio, corrupción política y rubias peligrosas; en este segundo visionado el trasfondo pasó al primer plano: la brillante exposición de cómo los poderosos amasan fortunas especulando con el agua de todos.
Refresco el argumento: Plena Gran Depresión, el detective privado Jack Gittes se ve envuelto en un asunto de faldas que implica al responsable de recursos hídricos de Los Angeles. El alto cargo es encontrado ahogado y se sospecha un crimen pasional; Gittes, como manda la tradición de la serie negra, no se traga la explicación oficial y tras muchas peripecias descubre que lo asesinaron. La resolución del enigma saca a la luz una intriga que concierne al abastecimiento de agua potable de la ciudad californiana. En concreto, el asesinado había descubierto un plan fraudulento de compra a precio de saldo de terrenos áridos en un valle, para después irrigarlos a costa del erario público y revenderlos como tierra cultivable. De ahí su oposición a la construcción de la presa deseada por los promotores del pelotazo. Su honestidad no le reporta dividendos: por negarse a saciar la sed de riquezas, acaba con agua en los pulmones.
El argumento pasea a Gittes (impagable Jack Nicholson) por la geografía californiana de la sequía: las enormes acequias vacías de L.A. (tan utilizadas por Hollywood en las persecuciones de coches), los cauces secos del río, el desagüe en la paradisíaca costa, los oasis con naranjales. Polanski consigue que todo ello se torne ominoso a pleno sol.
El guión se inspira en un histórico pelotazo ocurrido en el valle de San Fernando, a principios del siglo XX. La fortuna de unos cuantos millonarios angelenos tiene su origen en la compra de miles de acres en el valle, que luego fueron regados con el agua del embalse del río Owens. El pantano tenía por único objetivo garantizar el suministro de agua potable a Los Angeles, pero los especuladores –encabezados por el jefe del Departamento municipal de Agua, William Mullholand, y el alcalde Fred Eaton- se las ingeniaron para que el acueducto discurriera por sus nuevas propiedades.
Un dato interesante: entre los compradores de tierras destacaba el notorio Harrison Otis, el propietario del 'Los Angeles Times'. Otis se sirvió de su periódico para propagar falsas noticias sobre una supuesta sequía que amenazaba la ciudad, con la intención de inclinar la opinión pública a favor del bono emitido en 1905 para financiar el acueducto (ver 'Las guerras del agua de California').
Nada de lo que transcurre en la pantalla me suena a historias viejas. Después de las polémicas sobre los trasvases, de los innumerables proyectos de campos de golf, de la especulación urbanística necesitada de agua para consumarse, de los dineros públicos al servicio de negocios privados que nos quieren vender como "bien común", del barullo mediático generado por la prensa implicada; en fin, después de visto y oído todo eso ya no me atrevo a decir si el cine copia a la realidad o si la realidad imita al cine.
En Chinatown no hay final feliz: la presa se construirá, la policía encubrirá el crimen y el detective pierde a su amada, la bella y un poco loca Evelyn Mullray. En lo que a nosotros nos toca, el desenlace se ha postergado. ¿Conseguirán nuestros villanos convertir el agua cristalina en un pozo negro? El próximo episodio está en nuestras manos…
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