Pasa porque las familias reales ya se cruzan con cualquiera. Es la democratización del absolutismo, porque uno es rey o príncipe o infante por un azar genético y no apechuga con ello, que ahora quieren hacer lo que les dé la gana y emparentar con el pueblo llano y rocasolano.
Telma, el día que su familia subió a los altares.
Un monarca es un absurdo, comenzando por ahí. Y no es lo peor, sino el séquito familiar, niños, niñas, cuñadas, guardaespaldas y daños colaterales. Como Telma, que tiene nombre de revista del corazón y de media película de mujeres desesperadas. Es la hermana de la princesa por sorpresa y quiere que la dejen en paz los medios de comunicación, que la siguen cuando se embaraza y la acosan cuando rompe aguas, o cuando sea. Y ya la tenemos liada.
Al margen del consabido debate sobre los límites de la libertad de expresión, que han ocupado a juristas y plumillas a lo largo de decenios. Porque esto es también una cuestión de privilegios, de los que nunca se habla y cuyas inexistentes razones no se enjuician. Telma es hermanísima y ya sabemos lo que eso significa en este país que se las da de moderno, que pertenece a ese reducido grupo de personas a las que no se sabe en función de qué se les permite todo. Aunque ella sólo quiere lo bueno. Claro. Tonta no está. Porque pretende que los medios sólo le peguen la brasa cuando tome parte en actos oficiales, a los que acude como familiar. Luego es pariente para una cosa, pero no para otra. ¿Cómo separar algo compuesto por un único ingrediente?. En esta absurda ocupación que consiste en ser pariente.
Telma lo tiene fácil. Como muchos otros. Dejando lo familiar para la intimidad y lo público para la princesa, que es lo suyo. Aunque sea su hermana y le permita vivir de gorra el resto de sus días lo más lejos posible de los focos. Eso ha de ser la leche.
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