Me encontraba ayer plácidamente sentado a la mesa en casa de mis padres, en una de mis esporádicas incursiones en territorio paterno, rememorando los apacibles y sosegados días de mi ¡ay! ya lejana niñez, dispuesto a hincarle el diente a un exquisito guisote de pollo con patatas y pensando al mismo tiempo si podría con el peso de las bolsas de comida que mi madre me estaba preparando con todo tipo de sabrosos contenidos.
¿Será el nuevo libro de estilo de los diarios españoles?
El televisor, como siempre, estaba encendido, y unos opinadores profesionales, o contertulios, o como quiera que se les llame, sentaban cátedra sobre cualquier asunto que se les plantease, exhibiendo orgullosamente sus dogmas y su erudición incontestable. Mi padre leía el periódico sentado en el sofá. El hombre hojeaba y ojeaba el diario, picoteando descuidadamente por las diversas noticias. Cuando me disponía a hincarle el diente a mi primera captura del puchero, una soberbia pata de pollo trufada de trocitos de almendra, mi padre llamó mi atención: "hijo, ¿tú sabes quién es este Emilio del que habla el periódico, que ha estafado un montón de dinero?". Yo vacilé, con la pata de pollo a medio camino entre la olla y mis fauces, intentando recordar si me sonaba el nombre Emilio relacionado con alguna estafa.
De pronto dí un bote y lancé un sonoro exabrupto que mereció la mirada reprobatoria de mi madre, mientras corría hacia el sofá donde mi padre se hallaba instalado. ¡Por fin, por fin -pensaba yo ingenuamente- caíste, Emilio! ¡Por fin tu botín será devuelto al pueblo! ¡Justicia, justicia! Mi padre miraba sorprendido a aquel energúmeno que se abalanzaba sobre su diario dando gritos y enarbolando una pata de pollo en la mano. Creo que incluso llegó a echar un vistazo a la botella de vino tinto peleón que mi madre había puesto en la mesa, supongo que pensando en algún tipo de intoxicación etílica. Arrebaté con dedos febriles (y pringosos de salsa) el periódico a mi padre y comencé a leer la noticia, preso de una excitación febril.
Regresé dura y cruelmente a la realidad. Nada de justicia social, nada de banqueros codiciosos desenmascarados y llevados ante el juez. El titular del diario no dejaba lugar a dudas: "Los españoles pierden cada año 250 millones en los timos 'on line'."Ahora me tocó a mi dirigir la mirada a mi padre, buscando algún signo de desequilibrio mental o alteración psicológica. Vi al hombre como siempre, solamente alterado por lo abrupto de mi irrupción en los sacrosantos dominios de su sofá preferido. Decidí seguir leyendo, preso de la curiosidad. El artículo de marras comenzaba así: "¿Daría usted crédito a un emilio que le informara de que le ha tocado un premio en la lotería de un país en el que nunca ha estado?".
Pensé que había sido un lapsus, un error involuntario de la persona que había tecleado el artículo. Seguí leyendo la noticia, por otra parte muy interesante, sobre las mafias, mayoritariamente nigerianas, que estafan a incautos de todo el mundo mediante el envío masivo de correos electrónicos engañosos. Había ya dado por buena la involuntariedad del "emilio" de marras cuando, casi al final del artículo, leo una presunta transcripción textual de la opinión de un experto en la materia: "Cada banda envía 15.000 emilios diarios en los que se informa a los destinatarios de que han sido agraciados con el premio gordo".
Aquí ya me vi obligado a realizar una rápida consulta mental al diccionario de sinónimos, buscando el término que más se adecuase a mi estado mental. ¿Estupefacto, pasmado, boquiabierto, o quizás patidifuso? Medio tartamudeando, intenté explicarle a mi también desconcertado progenitor que el autor del artículo (que al parecer había decidido obviar alegremente el hecho de que hay ciudadanos de este país que ni tienen ordenador ni, a según que alturas de la película, la mas mínima necesidad de tenerlo) había decidido emplear la palabra "emilio", término coloquial que algunos usuarios de Internet usan para referirse al "correo electrónico". También le expliqué que el vocablo de marras se estaba quedando un poco "antigüito" y desfasado, casi a la altura de términos como "chachi", "guay" y similares, y que no había ningún nigeriano llamado Emilio que se dedicara a estafar a los pobres españolitos.
Más o menos resuelta la confusión de mi padre, me dediqué a reflexionar sobre el artículo, mientras atacaba con renovados bríos el ya tibio guiso de mi madre. ¿Había sido un error de tipografía lamentable, o el uso de la palabra era premeditado? En el segundo caso, el uso de la palabreja quedaría justificado si el autor del artículo quisiera darle al mismo un tono humorístico, sembrando su texto de chanzas, cuchufletas y chascarrillos. Pero el tono del artículo era bastante serio, no había nada en los tres párrafos que moviera al jolgorio y a la risión. Más bien a la lástima y al asombro ante la ingenuidad de algunas personas, incluso algunos médicos, profesores universitarios e ingenieros, engañados por imaginarias promesas de herencias o negocios multimillonarios.
Llegué a la conclusión, finalmente, de que el autor estaba tan acostumbrado a llamar a los correos electrónicos "emilios" que había acabado dando por supuesto que ese era el término correcto. Y ahí estaba el artículo, con sus "emilios" bien plantados en un diario que cada día leen casi un millón de españoles.
Es posible que un servidor, a estas alturas, se haya vuelto un tanto puntilloso con el tema de la buena o mala utilización del lenguaje en prensa. Uno se pone a despotricar y se acaba viendo como una especie de cruce entre el Cicerón de las "Filípicas" y el abuelo Cebolleta. Que si la preparación de los periodistas, que si el control de los supervisores, que si la degradación del lenguaje... Por eso decidí ver el lado humorístico del asunto, resignarme a la posible implantación del "chiquitistaní" como idioma oficial de la prensa española y rememorar otro caso de "licencia periodística" que hizo saltar chispas hace algunos años, provocando incluso el despido fulminante del autor. En otro diario de difusión nacional, un becario tituló así una breve reseña sobre la emisión de un documental que trataba unos presuntos casos de pederastia en el barrio de El Raval de Barcelona: "Si vives en El Raval, vigila tu trasero, chaval".
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