El Tour afronta su recta final con Contador con el jersey de líder y con todas las opciones de proclamarse campeón -sería la cuarta victoria consecutiva de un español- y la palabra que mejor define mi actitud ante ello es indiferencia. Apenas he seguido esta edición de la ronda gala (mi interés cada año que pasa es menor hasta llegar a cotas mínimas en este 2009) y no siento el más mínimo entusiasmo ante la posibilidad de una nueva victoria española en la carrera. Qué contraste con aquellas tardes de julio de mi niñez y adolescencia pegado literalmente al televisor, celebrando cualquier victoria de etapa de un corredor español como un triunfo mayúsculo y vibrando con cada arrancada de Perico o cada demostración de sobria superioridad de Induráin. Todo ese entusiasmo se ha tornado en desinterés en los últimos años.
Qué tiempos aquellos
Aun aceptando mi cuota de culpa en mi distanciamiento del deporte de la bicicleta, es evidente que el interés general que existía hace 15 ó 20 años se ha desinflado. La televisión, que antes emitía horas y horas de subidas, bajadas y llanos (recuerdo haber visto extensas retransmisiones desde las 10 de la mañana de interminables etapas completas en Alpes y Pirineos con cinco o seis puertos) en la primera cadena de TVE, reserva ahora el tiempo justo y necesario en La 2 y Teledeporte. Las cadenas de radio, que antaño se volcaban con los finales de etapa e incluso emitían programas especiales diarios sobre la ronda gala, ahora apenas conectan unos pocos minutos antes de la llegada (algunas ni siquiera eso). Los periódicos deportivos, lejos de dedicar portadas y las mejores páginas a los logros de los ciclistas hispanos como en otros tiempos, arrinconan la información del Tour lejos de las primeras páginas. Parece que no es solamente cosa mía.
Sin entrar a fondo en el espinoso asunto, es evidente que gran parte de la responsabilidad la tienen los perennes escándalos de dopaje en el ciclismo, que han propiciado que arraigue en el aficionado, sea o no cierto, la creencia de que el dopaje es una práctica sistemática de la que no se libra nadie en el pelotón y han colocado un velo de sospecha sobre cualquier actuación presente, pasada o futura. Pero también me da la impresión de que el ciclismo de hoy en día es más conservador que el de antaño. Un deporte que siempre se ha alimentado de las gestas y la épica se ha ido instalando en los últimos años en el tacticismo más aburrido, alérgico al más mínimo riesgo.
Yo comencé a convertirme en un apasionado del ciclismo, y sobre todo del Tour, con las aventuras y desventuras de Perico Delgado. Me encantaba esa forma que tenía de dejarse caer a cola de pelotón subiendo un puerto para, cuando todos creíamos que estaba a punto de sufrir una de sus célebres pájaras, demarrar con fuerza y dejar a sus rivales jadeantes viendo alejarse su figura. También era atrayente ese malditismo que rodeaba su figura, que parecía abocarle siempre al descalabro (ya se sabe lo atractiva que es la estética del fracaso): un año perdía todas las opciones en la General por una tremenda pájara subiendo la Croix de Fer, otro se partía la clavícula en el descenso de un puerto alpino, otro se veía obligado a abandonar por el fallecimiento de su madre e incluso en 1990 las pasó canutas por culpa de una inoportuna colitis. Hasta en 1988, año en que logró la victoria en la ronda francesa, un supuesto caso de dopaje estuvo a punto de costarle el maillot amarillo en París.
Así era Perico, imprevisible y dramático. Su anécdota más recordada y representativa sucedió en la inauguración del Tour de 1989, tras su victoria el año anterior. Se presentó en la salida del prólogo casi con casi tres minutos de retraso, lo cual, unido al desfallecimiento que sufrió en la etapa posterior fruto de la ansiedad y la frustración, le descartó casi completamente para la victoria final. A partir de ese momento emprendió una lucha de tres semanas por recortar en cada etapa de montaña el tiempo perdido. El ganador final acabaría siendo, por 8 míseros segundos, el norteamericano Lemond, en la famosa contrarreloj donde el genial y temperamental Fignon, después de escupir a una cámara, dejo escapar el liderato perjudicado por un molesto forúnculo. Delgado se tuvo que conformar con el escalón más bajo del podio.
No sólo de Perico se alimentaba el ciclismo español en aquellos años. Se conseguían regularmente victorias de etapa, sobre todo en las cimas pirenáicas y alpinas. Fede Echave ganaba en Alpe dHuez, Arroyo en Puy-de-Dôme y en Morzine tras escaparse subiendo La Joux Plane, Lale Cubino en Luz Ardiden, Marino Lejarreta en Millau, Eduardo Chozas conseguía casi cada año su etapa en alguna escapada y hasta Martínez Oliver se impuso en la contrarreloj final de 1988.
El relevo de Delgado en el corazón del aficionado español lo recogió una tarde de 1991, bajando el Tourmalet en compañía de Chiapucci, Induráin, con su estilo funcionarial de ganar, como si no pudiera evitarlo, casi pidiendo perdón. El navarro era otra cosa, una bestia, una fuerza de la naturaleza, pero aburrido como él solo. Aun así, me admiraba su sobria grandeza. Además en aquellos años pululaban por las carreteras corredores como el Pirata Claudio Chiapucci, heredero de Perico en sus ataques suicidas de largo recorrido; Gianni Bugno, el ciclista con más clase que he visto encima de una bicicleta pero cuya maldición fue toparse con Induráin; Laurent Jalabert, el sprinter reconvertido en ganador de carreras de tres semanas; Aléx Zülle, el entrañable suizo cegato que se iba al suelo con las primeras gotas de lluvia; o el también suizo Tony Rominger.
Después, sólo Pantani me ha hecho emocionarme viendo una etapa del Tour; ya sabemos como terminó la historia. Ni la dictadura de Armstrong, más ambicioso pero igual de aburrido que Induráin, ni las victorias españolas de Pereiro, Contador y Sastre me han tocado la fibra sensible. Puede que parte de culpa la tenga mi recelo hacia el contaminado mundo del ciclismo y la pérdida del entusiasmo y la impresionabilidad juveniles hacia las hazañas ciclistas. En cualquier caso, tengo claro que, al menos para mí, el Tour ya no es lo que era.
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