BUENOS AIRES (ARGENTINA).- Durante varios años subsistí y pagué mis alquileres trabajando como librero. Oficio poco reconocido, que implica muchas horas de trabajo y un salario delgado a fin de mes. También desprestigiado por el gran público, quien suele tomar a éste como una máquina expendedora de precios o una base de datos. Sin embargo, en esos años, descubrí también que un librero es mucho más que un repositor de libros. Y que su hogar, las librerías, son unos de los últimos espacios en Buenos Aires en donde se ejercitan con total libertad, y a diario, la fantasía y la memoria.
La ciudad está dividida entre las librerías de grandes cadenas y las familiares.
En general, un librero es un loco que suele comerse varios libros a la semana, porque tiene el tiempo (o se lo inventa), y que sabe que si no lo hace le estaría mintiendo a sus consultados. Es decir, todo librero de ley parte de una ética mínima: "recomendaré sólo lo que he leído". Así, ese extraño personaje puede darte el libro preciso para conquistar a un amor imposible (léase 'Fragmentos de un discurso amoroso' de Roland Barthes o 'El libro de los abrazos' de Eduardo Galeano). O es aquel que está actualizado en las últimas discusiones teóricas y puede debatir con sus clientes favoritos, durante largas horas, sobre marxismo, postmodernidad o psicoanálisis. O, tal vez, es ese hombre callado, en un rincón de su librería y con la mirada perdida, porque sabe que los libros permanecen mudos pero vivos e iluminando el espíritu.
En Buenos Aires, un librero inolvidable fue Héctor Yanover. Desde su pequeña Librería Norte (en Av. Las Heras 2225) atendía con dedicación y paciencia a todos sus clientes. Dicen que se levantaba muy temprano a la madrugada para estar actualizado en sus lecturas y ensayar en sus cuadernos su mayor pasión, la poesía. Héctor era, además, un gran orador. Su voz quebrada y profunda todavía resuena en mi recuerdo. Además, llegó a ser director de la Biblioteca Nacional y del Fondo Nacional de las Artes y publicó varios libros de poesía. Desde hace unos años que ya no está y su librería es cuidada por su familia, con la misma dedicación y calidez con que lo hacia el viejo librero.
Como se imaginarán, el hogar de los libreros son las librerías. Y Buenos Aires, en este sentido, está dividida en dos aguas. Por un lado están las librerías comerciales pertenecientes a grandes cadenas, y por otro lado, las pequeñas, de viejas familias o libreros particulares. Las primeras se identifican fácilmente por sus largas mesas de novedades, con gran cantidad de libros repetidos, y jóvenes inexpertos al lado de computadoras. La verdad es que entre un supermercado y estas librerías no hay mucha diferencia. Por otro lado, las pequeñas se reconocen por esconder libros difíciles de encontrar y por la presencia de algún librero de aspecto desprolijo que discute a los gritos una novela. Además, en un costado, pilas de libros sin inventariar, luces tenues y buena música.
La librería Ateneo se alza en lo que era un teatro.
En la ciudad hay varios circuitos que incluyen a unas y a otras. El principal recorrido es el de la Av. Corrientes., desde la Av. Callao hasta la Av. 9 de Julio. En esas diez cuadras uno puede encontrar casas de grandes libreros, como la vieja Gandhi o la nueva De la mancha, librerías pertenecientes a cadenas como Cúspide o Galerna, o librerías de saldo como Lucas o Losada. La Av. Corrientes es un clásico del libro, el lugar perfecto para encontrar lo que uno busca, o que el libro lo encuentre a uno mismo.
El segundo circuito es el de la Av. de Mayo, del 500 en adelante, donde uno encuentra viejas librerías, de libros incunables o agotados y adornos en madera que resisten al tiempo. Una joya de esta zona es la vieja librería El túnel. También es obligado el paso por Bolívar y Alsina, para encontrar la librería más antigua de la ciudad, la Librería de Ávila (antes La botica del Colegio) que data del siglo XVIII, en donde se vendían alimentos y medicinas, junto a los libros para los alumnos y profesores del Real Colegio de San Carlos (hoy Colegio Nacional Buenos Aires).
Finalmente, el recorrido termina en la librería Grand Splendid, perteneciente a la cadena Yenny, El Ateneo, un ícono arquitectónico de la ciudad. La misma se alza en lo que era el cine y teatro del mismo nombre, construido en 1919 por el austríaco Max Glucksman. En el año 2000 se convirtió en librería, conservando la mayor parte de su estructura. Responde al eclecticismo de la época, con cemento armado a prueba de fuego, confortables camarines y un techo corredizo en cúpula. En lo que era el escenario, que aún conserva su telón, uno puedo disfrutar de un café y consultar libros en calma.
En estos tiempos donde la virtualidad vence por goleada al papel, todavía recuerdo que cuando le pregunté a Héctor Yanover cuál era el sentido de nuestro oficio me recomendó que leyera Farenheit 451 de Ray Bradbury, para conocer a esos personajes del bosque, donde cada humano es igual a un libro memorizado, fuentes últimas de la fantasía y la cultura en desaparición.
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