Si un propagandista del planeta tierra quisiera convencer a cuantos extraterrestres se encontrara de que se vinieran a vivir con nosotros, sin duda las fotos que debería mostrarles tendrían que estar hechas con la lloradísima película kodachrome. Y si quisiera asegurar la jugada, se las tendría que haber encargado a Gonzalo Juanes. La belleza del día más tonto según Juanes aturde, impacta, arrolla. La niebla acorrala a una familia en un parque... y uno quisiera ser uno de ellos. La silicosis entre azul y negra se posa sobre los valles mineros... y uno cree reconocer en esa foto los días del paraíso. Una niña con ojos de broca acaba de salir de un largo llanto... y uno desea ser ella.
'La cama de mi hijo', 1984.
Decía Mies Van Der Rohe que la arquitectura consistía en hacer algo sublime mientras uno resolvía problemas prosaicos. Perfectamente se puede meter a Gonzalo Juanes en este traje. Primero: si uno es un artista, que los primeros en enterarse sean sus nietos. Segundo: si uno quiere saber algo de fotografía, sólo hay un camino: empollarse los manuales de instrucciones de las cámaras, de la ampliadora, de las cajas de papel fotográfico y de los líquidos de laboratorio. Y buscar las decenas de libros que trazan una línea divisoria entre un aficionado y un apasionado de la fotografía. Y tercero: si la fotografía es una autobiografía inconstante, asuma que para hacerla no hay que ir a la tienda de disfraces, hay que bajar a la calle, ir al trabajo y volver a casa sin dejar de hacer fotos. Tú eres quien eres y tus fotos serán más interesantes en la medida que sean más sinceras. Y uno es más sincero en la medida en que posee un lenguaje técnico y estético capaz de convertir en fotografías aquello que sueña. Esta es la grandeza de Juanes.
Gijón, 1983.
La existencia de este perito industrial habría pasado desapercibida para el común de los vivientes si no llega a ser por uno más de los magníficos libros que la colección PHotoBolsillo tiene la costumbre de ir pariendo. Este último tiene dobles páginas memorables. Hay una que enfrenta un panorama de Gijón encarcelado por su propia sombra con la imagen de una pared floriempapelada cuajada de retratos en sepia, que justificaría por sí sola el capricho de comprarse este libro. Y la edición gráfica no es el único hallazgo del tomo. El texto de José Manuel Navia con el que arranca tiene la hondura de una sentencia llana, concisa y sabia.
Navia, además, tiene la virtud periodística de retratar a este asturiano con un guantazo inolvidable: este es el que harto de las ingratas horas pasadas en el laboratorio de blanco y negro, y tal vez cansado de las fotografías conseguidas, de un día para otro vendió todos los trastos por dos duros y se pasó a las filas del color. Entre los trastos se encontraban todos sus negativos. ¿Despiste o liquidación? Parece que Juanes no está dispuesto a aclararlo. Aunque nos da una pista para pensar que fue un intento de liquidación controlada (quedan copias en papel de la época): hoy dice que no haría las cosas de forma tan radical como las hizo. Sea como sea, si uno ve sus fotos en color y luego vuelve a las de blanco y negro... la cosa se desinfla. Las de color (y mucho negro) se comen a las otras. Parece que, como dice la contra del libro, "un buen día la riqueza del color le fascinó, asumió que la vida era en colores y que debía integrarlos en su manera de hacer". Y fue en el color donde Juanes encontró su mirada, su lenguaje particular y su delicadísima manera de contar la historia.
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