La crisis me ha devuelto una agradable sensación olvidada hace mucho tiempo: la felicidad del fin de semana. Supongo que al igual que muchos profesionales liberales, la posibilidad de organizar nuestro propio tiempo con pocas limitaciones, deriva con frecuencia en minimizar las diferencias reales entre la actividad de la semana laboral y los teóricos dos días de descanso. Es el lado oscuro que se esconde detrás de la ambigua expresión "¡es que a ti te gusta tu trabajo!", que nunca sé como tomarme. Según el emisor y el tono, puede ir desde el piropo hasta el insulto.
La semana pasada fue sencillamente insoportable. En casa, en el trabajo, en la calle, el bombardeo constante y creciente de noticias y opiniones sobre de la crisis, ha sido, no ya denominador común, sino contenido único de cada segundo de nuestras vidas. Nunca un fantasma tuvo un ascenso tan vertiginoso y generalizado. Me río yo ahora de la religión, del fútbol o del crispado debate político.
Pero milagrosamente, como en el cuento de Dickens se presentaba el espíritu de la Navidad para salvar a Mister Scrooge, el viernes apareció para nosotros el espíritu del fin de semana. En este caso no tuvo que mostrarnos el pasado, el presente y el futuro para sacarnos de nuestro autodestructivo estado. Bastó con que redujera el caudal del aluvión informativo, para que cada uno recordara quién era antes de la homogeneizadora crisis económica.
Yo he hecho tres cosas de aquellas que antes me gustaban y que me han producido una satisfacción insospechada, imagino que como justo contrapunto a la agotadora semanita. Leer una novela, ver una película y visitar un edificio. La novela, After Dark de Haruki Murakami. La película, 'Quemar después de leer' de los hermanos Coen. Y el edificio los 'Teatros Canal', de Juan Navarro Baldeweg. Recomiendo fuertemente esta terapia de darle gusto al cuerpo, como cada uno considere conveniente, como solución temporal, y puede que definitiva, a la crisis dichosa. Algunos considerarán esta actitud como ingenua. Es posible. Pero es fruto de la desesperación: cinco días han terminado con mi capacidad para vivir exclusivamente según los dictados de una sombra amenazadora, invisible e impredecible.
Es posible que en otra coyuntura no hubiera hablado tan extensamente de este último edificio de Juan Navarro en Madrid. Pero las coincidencias también tienen derecho a existir, y su valor curativo con mi estado de ánimo me obliga sin duda a un comentario. En primer lugar aplaudo la posibilidad que han abierto los responsables del Canal de Isabel II de visitar el edificio coincidiendo con la Semana de la Arquitectura, antes de su puesta en funcionamiento definitiva (sé que ha realizado una inauguración oficial con una obra de Nacho Cano, pero, lamentablemente, eso está al alcance de pocos). Algo parecido ya se hizo con la ampliación del Prado de Moneo, y, más allá de otras consideraciones, es muy positivo intentar acercar una disciplina tan hermética como la nuestra al público en general.
El proyecto tiene una larguísima historia. Su último episodio (confiando en que Boadella no la arme a última hora) fue el intento de linchamiento público del arquitecto acusándole de desviaciones de plazo y presupuesto. Gracias a Dios, Navarro salió airoso de ese último trance y pudo terminar su obra tal y como la proyectó. El expediente, como gusta llamar la administración a cualquier actividad, consista ésta en segar el césped o en componer una sinfonía, parte de un concurso en el año 2000. Juan Navarro gana con una propuesta que divide el ambicioso programa de necesidades previsto en tres grandes bloques, de manera muy clara y manifiesta al exterior: el teatro principal, el teatro configurable y el centro de danza. He de decir que, en su momento, me interesaron más algunas propuestas con una imagen más unitaria y singular. Como aquella gruesa línea de cornisa quebrada de González y Gallegos, que se adaptaba al programa al que daba respuesta en cada punto. Me equivocaba. Uno de los mayores aciertos de los Teatros Canal ahora finalizados, es la delicada pero rotunda fragmentación concebida por Navarro.
Urbanísticamente, soluciona con gran habilidad la implantación de una enorme dotación como ésta, en una esquina entre las calles de Bravo Murillo y Cea Bermúdez. Amplía progresivamente el espacio urbano a medida que nos acercamos al vértice, sin recurrir a falsas y forzadas axialidades ni a entradas monumentales. Los volúmenes extremos de color rojo y negro respectivamente, centro de danza y teatro configurable, establecen la continuidad con las fachadas urbanas de las dos importantes calles madrileñas para, a continuación, plegarse y esculpirse hacia el interior del solar, generando las grietas por las que nos colamos en todo el complejo. Como resultado aparecen dos pequeñas plazas en los espacios intermedios situados entre los tres cuerpos principales, formando los accesos, sin necesidad de interferir ni modificar los otros ritmos y actividades de este singular punto de la ciudad.
Con este esquema director tan claro, se adivina un funcionamiento futuro del edificio extremadamente sencillo y versátil. El conjunto puede funcionar como un todo o como tres unidades totalmente independientes. Representaciones y ensayos pueden producirse incluso de forma simultánea, sin interferencias entre unos espacios y otros. Toda la fachada a la calle Cea Bermúdez se ha convertido en un amplio, alargado y serpenteante vestíbulo acristalado de varias plantas de altura, al que el público puede acceder por diversos puntos. Con su deambular por esta cuidada y sutil transición entre el exterior y las salas interiores, los espectadores se convertirán sin saberlo en los actores del auténtico espectáculo urbano observado el ciudadano que camina por la calle.
Y finalmente están las salas de representación propiamente dichas: el teatro principal y la sala configurable. Se reconoce claramente la enorme destreza plástica del arquitecto/pintor/escultor en estos dos interiores. En particular su dominio de un recurso injustamente denostado con frecuencia: el color. Rojo para la principal y verde para la configurable. Clásica y contenida la primera e intensamente contemporánea la segunda. Los petos de entreplanta y palcos convertidos en una gran luminaria programable son la única licencia que se permite Navarro en la sala principal. En la segunda, sin embargo, todo es móvil, todo es adaptable. Toda la sala respira un aire industrial, de maquinaria esperando a ser puesta a punto para cada representación: la escena se puede desplazar en casi cualquier dirección del espacio; los asientos que se esconden bajo el suelo; los petos de la galería superior se realizan con una fina malla grapada que parece desaparecer al bajar la intensidad de la luz. Lo cierto que en esa sala tuve la sensación viva de estar simultáneamente en el Shakespeare Globe de Londres y en la Cúpula del Trueno de Mad Max III.
En definitiva, un muy buen edificio, concebido y realizado para la ciudad, para esa esquina y ese programa. Sin gestos grandilocuentes y egocéntricos que con demasiada frecuencia enmascaran vacíos de contenido realmente dramáticos (trágicos más bien). Pero al mismo tiempo rotundo y decidido, sin esconder bajo el manto cobarde del respeto a la tradición y lo existente, la ausencia total de ideas. Que, si se me apura, es aún más habitual.
PD: Como oferta en estos tiempos de crisis otra recomendación de María Fullaondo. En este caso, me temo que para un público más especializado: el artículo de Fredy Massad en el suplemento cultural del ABC del domingo, 'Todos quieren ser campeones'. No estoy siempre de acuerdo con el autor, pero su crónica y crítica de la última reunión de arquitectos en Barcelona supuestamente debatiendo sobre el estado de la praxis arquitectónica, es mucho más que recomendable.
*Diego Fullaondo es arquitecto y uno de los directores del estudio IN-fact arquitectura.
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Un recorrido estupendo, me ha encantado, gracias. +
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