Decía Josep Plá que un adjetivo es una opinión sobre el mundo. Si alguna obligación tiene un retratista es la de encontrar, agigantar, retorcer o aplacar los adjetivos que cada retratado va mostrando, escondiendo, soportando o ignorando. Cuando un fotógrafo acepta el encargo de retratar a alguien el sujeto le viene dado, pero la adjetivación es cosa suya. Ahí se esconde la puerta grande o el pasillo al desolladero. Nos lo jugamos todo a los malditos adjetivos. Y la distancia que separa la gloria del fracaso (suele pasar) es tan corta como la que separa cariacontecido de cariensombrecido. Menos de un milímetro.
Cualquier soporte en el que conviven textos y fotos (un libro, una revista, esta web...) es mejor cuanto más armónica y coherente sea su convivencia. Texto y fotos deben ir cosidos. Lo cual no quiere decir que sean reiterativos ni monocordes. Deben potenciarse. Deben ser dos opiniones que viven bien en la misma piel. Porque, no lo olvidemos, una fotografía, un retrato, es también una opinión.
Tanto es así que muchas veces el fotógrafo es incapaz de ocultar la opinión que tiene del retratado. Otras no quiere, pero muchas es incapaz de quitarse de en medio, de pasar desapercibido. Y esto, cuando Time te encarga los retratos de los dos candidatos a la Casa Blanca que irán en portada, no es moco de pavo. Imaginen la conversación: "Platón, me da igual a quién vayas a votar. Quiero la foto que le harías al futuro Presidente. Como si la vida de tus periquitos dependiera de su aprobación. Recuerda: si la foto no les gusta, ya puedes ir vendiendo el alpiste".
No se alteren. Si le echan un vistazo a las dos magníficas portadas que Time publicó en dos semanas consecutivas el pasado mes de septiembre, comprenderán que sus miniloros no tenían nada que temer. Ha tenido que hacer dos fotos muy distintas para que parezcan iguales. Un cabezón sobre fondo negro llena de parte a parte la portada. Unos ojos nos miran. No enseñan los dientes. Quieren hipnotizarnos. Son buenos chicos. Les dejaríamos pasar a revisar la instalación del gas. Tablas.
Aún así, algo intuimos... Obama nos dice que, de ti para mí, no vas a poder resistirte. No sigas mirando esta portada o acabarás votándome. Y McCain tiene algo de senil abandonado en los baños de una gasolinera.
Más duro lo tienen los jilgueros de Jeff Riedel (sigan este nombre, a partir de hoy se lo van a tropezar a todas horas), al que la revista GQ encargó un quién es quién en la campaña electoral. Échenle un vistazo a men.style.com. Se van a tragar cuarenta fotos en lo que dura un sugus. La idea es magnífica. Las fotos, brutales. Los enfrentamientos y la secuencia, inmejorables. ¿Cómo es posible que el mismo ser humano sea capaz de enamorarnos con un mitin de Sarah Palin (¿está aplaudiendo o le acaba de tocar un apartamento en Benidorm?), dejarnos secos al descubrir que la madre de McCain era la doble en las escenas de acción de las Chicas de Oro (mucho ojo a los abuelos Bush), o retratar a la lideresa de las Obama Girls tan chula, tan guapa y tan encantada de estar viva? Todas las fotos son gigantes y juntas forman una película de suspense llena de buenos y malos, de lacayos y mandados, de inductores y de cooperadores necesarios. Y de lobas, tigresas y sapos. El final de la peli lo hubiéramos podido saber con ver la última fotografía: a Obama parece que el traje se lo han pintado con rotuladores sobre la malla elástica del mítico superhéroe. De hecho vuela y el himno de las barras y estrellas le guía hacia la luz. Adivinen a quién ha votado Jeff Riedel. No cuenten con sus jilgueros.
Regalaría mi voto al que consiguiera hacer en la engalguecida prensa española una producción así.
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