En medio de la barahúnda de la Semana Santa sevillana, se ha ido con discreción Chano Lobato, payo de Cádiz vecino de Sevilla, poeta de la guasa y, a pesar de que lo disimulase su humildad, uno de los grandes mitos vivos del cante flamenco. Más allá de la clásica necrológica, proponemos aquí un recorrido por su vida y su obra a partir de diferentes pistas.
La primera parada en este trayecto hay que hacerla en el barrio gaditano de Santa María, antiguo arrabal marinero de callejuelas estrechas, núcleo flamenco comparado a menudo con Triana o con el barrio jerezano de Santiago, cuna de otras grandes leyendas del cante jondo como Enrique 'el Mellizo' o La Perla de Cádiz. Santa María es un barrio que ha ido curando con cante y baile sus muchas heridas: "Qué desgraciaíto fuiste / ay barrio de Santa María / un barrio con tanta gracia / ay qué de bombas tú recibiste", dice una letra por alegrías que Chano cantó más de una vez.
Los míticos tanguillos de los 'duros antiguos', en una versión inolvidable.
Allí se quedó huérfano con 15 años y allí empezó a cantar por las tabernas y los colmaos, con la influencia directa de los maestros de esa época y especialmente de Aurelio Selles, 'el Tuerto Aurelio', al que se considera puente indispensable entre la llamada Edad de Oro de la Escuela de Cádiz, de finales del XIX, de la que apenas se conservan registros grabados, y el flamenco moderno. A Aurelio Selles se le atribuye la fijación de los cantes de Cádiz (cantiñas, tangos, alegrías…), en los que Chano se consagró como otro auténtico perito.
Chano, por Garrotín.
De Selles, cantaor introvertido, aprendió la ortodoxia. Y de Ignacio Espeleta heredó Chano la picardía, recurso indispensable en época de fatiguitas y malos pagos en la que a todo el que quisiera dedicarse al flamenco se le exigían grandes dosis de vocación. Las anécdotas, reales o inventadas, de Espeleta, otro cantaor gaditano a caballo entre el siglo XIX y el XX, abonan parte importante del sustrato mítico de la buena mala vida flamenca. A su flojera, a su cara dura y a su ingenio debemos los deliciosos tópicos del pícaro flamenco que encarnara después tan bien el Pericón de Cádiz y que el mismo Chano recordara mil veces, entre cante y cante, sobre los escenarios. No hay mejor ejemplo de esto que la invención del 'Tirititrán', muletilla que sirvió a Espeleta para salir del apuro en una actuación en la que estaba borracho y no recordaba la letra.
Con ese riquísimo equipaje de influencias y poco menos de veinte años, se plantó Chano Lobato en los tablaos legendarios de Madrid y de Sevilla: El Duende, el Patio Andaluz del Pasaje del Duque… Era la España de los años 50, apenas recién despertada de la larga posguerra, que empezaba a descubrir en el flamenco un goloso caramelo para atraer al turismo y endulzar su imagen en el extranjero.
En una de sus últimas actuaciones, contando cuentos flamencos.
Allí se curtió como cantaor 'de atrás', acompañante secundario de las estrellas del baile, figura tantas veces despreciada y que Chano llevó por todo el mundo con dignidad de genio, acompañando, entre otros, a Manuela Vargas, a Matilde Coral y a Antonio 'el Bailarín', a este último durante 20 años. Y allí siguió aprendiendo también el arte del cuentacuentos flamenco, narrador oral que entretiene con guasa y chascarrillos los prolegómenos y los tiempos muertos.
Un premio prestigioso con nombre de mito, el 'Enrique el Mellizo' del Concurso Nacional de Córdoba, fue el primer reconocimiento a su talento individual en 1974. Y aunque a partir de ahí empezó a actuar con frecuencia como artista principal, resulta conmovedor que no grabase su primer LP en solitario, 'La nuez moscá', hasta 1996, el mismo año en el que le concedían la Medalla de Plata de Andalucía. En estos tiempos vanidosos en los que cualquier solista de coro está loco por dejar su voz enlatada para la posteridad en un disco, la poca ambición de Chano es toda una enseñanza.
En 'La nuez moscá' estaban recogidos los vistosos matices de su cante para el baile, de sus palos alegres que le hicieron famoso, pero también la hondura magistral de sus cantes más serios. Y en otros discos colectivos y recopilatorios que ha ido publicando más tarde queda también la huella diversa de otra de sus especialidades más hermosas, los cantes de ida y vuelta, sobre todo las mestizas guajiras que meció como nadie.
Hoy se le incinera en Sevilla, la ciudad en la que ha vivido en las últimas décadas, y sus cenizas se repartirán entre Triana y Santa María, los dos polos que más han orientado su vida. Se va con él un trozo grande de la historia del flamenco, ese arte libertario, guasón y melancólico.
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