Somos las gastromusas de nuevo. Hoy hemos desayunado como princesas. Con un texto que nos ha sabido mejor que media docena de cruasanes crujientes con zumo recién exprimido servido a pie de cama por el mismísimo Pitt’s. Vale, no exageremos. No tanto, pero parecido. Dos sinvergüenzas auténticos nos han alegrado el día con una crónica de quitar el hipo. Dice así:
Nueve y media de la mañana del lunes. Vieux Lyon. Los cuatro jinetes del apocalipsis italiano desayunan Kir Royal y enfundan sus corbatas, perfuman sus muñecas, golpean espuela contra espuela. Sincronizan relojes, hilo dental, sonrisa perfecta, risa asegurada. Max limpia con esmero sus gafas, Ema se engomina el pelo, Renzo se atusa la perilla rebelde y Ben se chupa la punta de los dedos índice y corazón para ordenar sus cejas. Tutto é pronto.
Sol alpino, olor a pan recién hecho. El camino de Santiago de la gastronomía en sentido inverso. El viaje ahora da igual, porque ayer por la tarde cuando tomaron el tren en Hendaya ya se sabían las recetas de memoria y tenían en el oído el ruido que hace la cuchara al romper el hojaldre de la sopa VGE de trufas. Pero querían asegurarse y por eso vinieron hasta aquí. Tienen mesa para cuatro en Paul Bocuse y el mundo les chupa un huevo. Avanti popolo.
Midi. Collonges-au-Mont-d’Or. Doce del mediodía en punto. Nunca han llegado tan puntuales a ningún sitio en su vida y ahora que el sol les ciega la cara comprenden que están ante el Museo del Prado, el Guggenheim y la Galleria degli Ufizzi juntos. Pero en este lugar los cuadros se comen y se podrán eructar cuando salgan, y volverán a vivirlo una y mil veces.
En el año 1965, cuando Paul Bocuse consiguió la tercera estrella que nunca le han vuelto a quitar, los padres de los cuatro fantásticos nunca pudieron imaginar que sus hijos comerían alguna vez en aquel templo, que se beberían una botellita por barba y que estarían seis horas en la mesa. Y que tendrían dinero para pagar todo aquello. Pero las cosas han cambiado, y visitar Bocuse es creerse todo lo que les han contado cuando con quince años cogieron su primer cuchillo. Eso existe, está vivo e inmutable al mismo tiempo. Un reloj al que dan cuerda todos los días pero que por nada en el mundo cambiarían el segundero. Porque no se estropea.
Cocina legendaria
Entran y entrar allí es como entrar en casa del capo de la mafia. Impone respeto, da hasta una risilla nerviosa y ridícula. Antiguo, elegante, abigarrado, ciertamente rococó. La cocina antes de nada, de frente. Gran vitrina. Cuelgan cazuelas de cobre del techo y trapos de las cinturas de los cocineros doblados geométricamente. Están tan limpios que parece que van a llamar a otra brigada para que les den de comer. El bleu, blanc, rouge de la bandera de Francia ondea de cada rincón posible, en diferentes formas. A veces, se es chovinista cuando se puede. Y este viejo puede ser lo que le de la gana.
Les pasean, les miman, les llevan directamente a la cocina para posar en la foto, para que huelan e intuyan lo que van a comer. Salivan, huele a mantequilla avellana y a crème fleurette. Huele a lo que huelen las cocinas legendarias y estos bambinos ya han pasado por alguna. Pero ésta un poquito más. La broche gira emitiendo el sonido de la felicidad más tradicional. Con unas cuantas pulardas de Bresse cocinadas poco a poco y que todavía están formando en su exterior el inconfundible reto del cocinero exigente o la piel de fotografía. Dorada, crujiente, salada. Con las manos sÍ se puede.
Se sientan, por fin, conteniendo la respiración e incapaces de cerrar la boca. Es la ilusión infantil y la antigua leyenda mano a mano. No se cansan de repetírselo. Estamos aquí, bocuse Lo que le sigue no es más que abrir un libro de historia y ponerlo cerquita del plato. De historia de la humanidad. Menú Grand Tradition Classique. Faltaría más. Se hacen fanáticos del Kir Royal, gouyère de queso y vichychoisse. Escalope de foie gras a la sartén, con salsa de verjus y patata frita. Ensalada de bogavante del Maine a la parisina. Los nombres en francés resuenan mucho más fuerte en sus oídos, sobre todo aquello de Soupe aux truffes noires Valerie Giscard d’Estaing, en el que el maître hace una pausa dejando que los muchachos se miren entre ellos y escuchen la historia acerca del chef y del presidente que se saben de memoria.
Por la puerta de la cocina sale una gran bandeja de plata que parece una broma, un embuste, algo tan clásico que da la risa, algo tan esperado que parece mentira que sea ahora cuando llega la lubina en costra de hojaldre para cuatro con salsa Choron. Silencio absoluto, todavía con la última punta de trufa negra en la muela y observan cómo se lo distribuyen en sus cuatro platos. El gueridon está en peligro de extinción y aquí es el último grito.
Filete de lenguado con fideos al estilo Fernand Point. Un homenaje a algo más clásico todavía. Rizar el rizo, nata, mantequillas, esplendor. Pan para mojar un plato que cuando los Troisgros y Polo se hicieron colegas en Vienne, ya les parecía un poquito pasado de moda. Pero a nadie parece importarle.
Granizado de las viñas del Beaujolais y una increíble pero cierta ave de Bresse cocida en vejiga, con sus respectivas trufas entre la piel y la carne. Con ese aroma tonto de las trufas en el mejor momento.
Ninguno se atreve a decir que no puede más y en un silencio cómodo, meneando la copa de vino en una mano, miran al infinito y piensan en cómo contarán a sus nietos qué comieron aquel mediodía con Bocuse en vida pero ausente. Pintado en todas las paredes preparando ya una herencia que parece inevitable. Dejando el legado de una casa que se ve desde lejos y una sombra alargada que cubre el panorama mundial.
Llegan los quesos. Un carro monumental que parece incluir todas las referencias francesas. Huele a lo que huelen los quesos franceses. Y en el medio de la mesa fromage blanc, en un gran bol y de pronto, un gran cucharón de plata de la buena repleto de crème fraîche cubre el queso, entre rancho militar y lujo decimonónico para acompañar, más que nada, y con un poco de azúcar por si gustan los señores. En cinco minutos no queda nada.
Los postres son regreso al pasado, ponerse tour de cou para cocinar y dejarse bigote: cuatro carros con compotas, fruta fresca en macedonia, helados artesanales, crème brulé, baba au rhum, islas flotantes y tartas caseras de su amigo Bernachon. Hasta hartarse, cómo si se acabaran de sentar a desayunar y tuviesen que alimentarse para todo el día. Un hueco en el estómago.
Han pasado casi cinco horas desde la foto graciosa en la puerta. El culo se les escurre en las sillas con el placer de la somnolencia, de saberse a salvo de cualquier guerra mundial. Espresso s’il vous plaît. Y en este momento parecen olvidar que son italianos, que están en Francia y que nadie es perfecto.
Esa misma noche en la colina de Fourvière, con Lyon a sus pies, se fumarán el puro que tenían previsto, reconstruirán el mundo y pensarán ya en el croque monsieur que han visto al pasar delante de una panadería para el desayuno de mañana. Sabiendo que hoy se han comido la historia con mantequilla salada y un buen Burdeos.
Y que digan lo que digan, nadie podrá quitarles lo bailado. Y a Paul mucho menos.
* Escrito por Yago Márquez y Maxime Fanton
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