PEKÍN.- "Cientos, quizás miles" es el eufemismo que solemos utilizar para acotar las incontables muertes que se sembraron en Tiananmen hace 20 años y que el Gobierno chino nunca ha dado a conocer. Pero hoy también podemos utilizar el "cientos, quizás miles" para cifrar a todos los miembros de las fuerzas de seguridad china que han ocupado la plaza de Tiananmen. De azul uniformado, de verde oliva militar, de paisano con walkie-talkie, dormitando dentro de un coche sin matrículas... no es exagerado decir que de cada dos personas que esta mañana había en la zona, una era vigilante a las órdenes del Partido Comunista.
Agentes revisan pasaportes y cámaras en los alrededores de Tiananmen.
Por cualquiera de las nueve entradas a la plaza los ciudadanos chinos eran escaneados y cacheados, y los extranjeros invitados a enseñar su pasaporte para detectar a periodistas. Los turistas que hoy han dejado sus documentos en el hotel o que, como buenos amantes de la fotografía, llevaban una cámara demasiado poco amateur se han quedado con las ganas de visitar el histórico enclave. Tras tres intentos fallidos intentando entrar por diferentes puertas, un policía poco dado a los detalles no se ha fijado en el visado de periodista, así que después de una hora intentando la infiltración bajo un sol de justicia, la plaza me ha abierto sus puertas.
Una vez dentro era bastante fácil reconocer quién era turista (bastantes menos que un día cualquiera) y quién era vigilante o periodista infiltrado. Estos últimos iban de lo más pertrechados: con shorts y flip-flops y comiéndose un helado, con la Lonely Planet en la mano. Uno incluso se ha llevado a su hijo de 2 años para pasar inadvertido: a su lado, mi conjunto de camisa hawaiana y gorra se ha quedado en nada.
Alrededor del Monumento a los Héroes del Pueblo, un monolito de granito bajo el que los estudiantes se reunieron en los momentos finales del asalto a la plaza, hoy había grupos de turistas poco convencionales. Vestidos todos de forma parecida no se hacían fotos, ni se interesaban por los monumentos, tampoco parecían policía secreta, simplemente estaban allí para hacer bulto. Son los ciudadanos figurantes, como en Corea del Norte.
A mediodía los casi cuarenta grados han provocado una desbandada de policías secretos, los que no tenían paraguas han ido a resguardarse bajo las alargadas sombras de las farolas, del monolito o de las banderas rojas que hoy adornaban la plaza. Desde su refugio seguían controlando, grabando y registrando a todo el que parecía sospechoso de ser periodista; poco se preocupan por posibles activistas y sus protestas porque saben que 60 años atemorizando a la población hacen mella hasta en los más valientes, muchos de los cuales están esta semana incomunicados bajo arresto domiciliario extrajudicial.
La imagen de la China que manda hace 20 años.
Tras dos horas en la plaza y sin nada de beber (hoy han quitado los puestos de bebidas y los de fotografías) un grupo de policías uniformados me ha identificado, así que mejor salir sin prisa pero sin pausa antes que ser detectado, fichado, preguntado, repreguntado y reprimido.
Ya fuera, en Changan, la principal arteria de Pekín, el escenario donde ocurrieron la mayoría de los cientos (o quizás miles) de asesinatos me he parado un segundo en el lugar donde se tomó una de las imágenes que más me ha impactado de la masacre. La imagen está tomada desde lo alto de un edificio mientras pasa un convoy de camiones militares desde el que soldados disparan. La gente corre para refugiarse. En el siguiente plano, un hombre yace tendido en una esquina en un charco de sangre. Y en el siguiente, el decisivo, un hombre erguido, vestido con traje negro, los puños de la camisa de un blanco radiante y bien peinado, saluda a los soldados. Es la antítesis de la foto del hombre del tanque: traje impoluto contra camisa usada, hombre repeinado contra chico melenudo, complacencia contra valentía, corrupción contra trabajo duro, la China que hoy manda contra la mayoría hoy silenciosa pero que un día se atrevió a decir basta a su gobierno.
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