Los últimos acontecimientos en Honduras han devuelto a los titulares un concepto que parecía ya desaparecido de la vida política de América Latina: golpe de Estado. Un viejo conocido de un continente acostumbrado a su cíclica aparición que vuelve a ponerse de actualidad. Su presencia no ha tardado en despertar miedo e intranquilidad, y no sólo entre los hondureños. "La nueva situación en ese país es el producto de un zarpazo político que, si sobreviviera, sentaría uno de los más oscuros precedentes para Honduras, pero también para la región", expresa preocupado el columnista Óscar Raúl Cardoso en el diario argentino Clarín. ¿Este levantamiento es sólo el reflejo del fantasma de una moda pasada y siniestra? ¿O encarna el peligro de recuperar malas costumbres en la práctica política?
Militares en las calles: una imagen cada vez menos común.
Lo cierto es que, si alguien sabe de golpes de Estado, son los latinoamericanos. Desde su independencia en el siglo XIX, han padecido una y otra vez violentas tomas del poder político. Según los cálculos del periodista venezolano Modesto Emilio Guerrero en su artículo 'Memoria del golpe de Estado en América Latina durante el siglo XX', la cifra total de pronunciamientos militares que han golpeado a los países del continente asciende a 327. A pesar de que muchos de los cuales no llegaron más allá de la anécdota, sirven para hacerse una idea de lo extendida que está la práctica en los cuarteles. Otra curiosidad ilustrativa: dentro del artículo de Wikipedia referido a los golpes de Estado, 50 de los 83 que aparecen en la lista de pronunciamientos del siglo XX corresponden a algún estado latinoamericano.
Sin embargo, desde los años 80, el vocablo había desaparecido prácticamente de las noticias. En las dos últimas décadas, sólo un puñado de excepciones han boicoteado el siempre difícil camino a la democracia. Algunas de las más sonadas fueron el 'autogolpe' de Alberto Fujimori en Perú en 1992, que le sirvió para instaurar un régimen autoritario, o las dos protagonizadas por Hugo Chávez. Primero, su intentona golpista contra Carlos Andrés Pérez en 1992; después, en sus propias carnes, el precedente más reciente: el intento de los militares opositores de desbancarle del poder en 2002, cuando el actual presidente venezolano llegó a perder su cargo durante unos días hasta que finalmente los militares lo restituyeron en su puesto.
Ahora, el golpe que ha derribado y expulsado de la presidencia (y del país) a Manuel Zelaya (conocido entre los hondureños como 'Mel'), aupando a Roberto Micheletti a la presidencia pone en entredicho este progreso que venía experimentando América Latina. Pero esta vez, aunque paradójicamente todas las fuerzas políticas (incluso el partido del propio 'Mel') y el Congreso han apoyado a los militares, los golpistas se han quedado solos de puertas para fuera.
Zelaya, el hombre de la discordia, apoyado por Chávez.
La reacción de rechazo de la comunidad internacional ha sido unánime. Para Martín Rodríguez Pellecer, asistente de investigación de Paz, Seguridad y Derechos Humanos de la Fundación para las Relaciones Internacionales y el Diálogo Exterior (Fride), la reacción de la diplomacia exterior es la que ha probado que los golpes de Estado son una práctica extinta. "El no haber reconocido al nuevo presidente es una muestra de que ningún país contempla ya la posibilidad de aceptar a un líder que salga de un golpe militar", señala.
Tanto la Unión Europea como la Organización de Estados Americanos (OEA) han condenado el levantamiento militar. El eje chavista, a quien Zelaya se había aproximado durante su mandato, se ha mostrado aún más firme. Pero sobre todo ha sido la condena a la acción militar por parte de Estados Unidos la que más daño ha hecho a los protagonistas del levantamiento, según este especialista.
Esta vez ya no existe complacencia con los militares desde Washington, como sucedió en Venezuela en 2002 con Pedro Carmona Estanga, líder de la patronal venezolana a quien los golpistas auparon a la presidencia. Marcando distancias con aquella ocasión, la Casa Blanca ha negado cualquier implicación en el pronunciamiento, como queriendo desembarazarse de toda sospecha de intervencionismo o neoconservadurismo. Hoy, la secretaria de Estado, Hillary Clinton, ha ratificado la postura sin medias tintas: "Creemos que esto se ha convertido en un golpe de Estado". Para Rodríguez Pellecer, Estados Unidos puede firmar la condena de muerte a la aventura golpista si pide el regreso de Zelaya.
Independientemente de la deriva que tome la situación en Honduras, para el especialista en Paz, Seguridad y Derechos Humanos, existen suficientes indicios de que los estándares de estabilidad en América Latina son lo suficientemente altos como para que no se produzcan estos episodios. Precisamente, Guatemala y El Salvador han dado dos muestras recientes de que los golpes de Estado son una práctica desterrada de los usos y costumbres políticos de la zona. Ambos países acaban de atravesar delicadas situaciones en las que se ha puesto a prueba su frágil equilibrio sin la intervención de las Fuerzas Armadas.
Un manifestante armado con un palo pasa junto a un grafiti en contra Micheletti.
La primera de ellas tuvo lugar el pasado mes de marzo. Por primera vez desde el final de una cruenta guerra civil de doce años de duración, el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN), antigua guerrilla comunista reconvertida en partido político, ganó las elecciones en El Salvador, en medio de una convulsa y polarizada campaña política. Mauricio Funes se convertía en el primer presidente de izquierdas y desbancaba al oficialista partido ARENA, al frente del país desde que se firmó la paz. La segunda, se produjo en otro país vecino a Honduras, Guatemala, cuando el asesinato del abogado Rodrigo Rosenberg entre acusaciones de complot de Estado sobre el presidente Álvaro Colom puso en jaque al Gobierno en un país donde la estabilidad democrática no goza precisamente de una salud de hierro.
En ninguno de los dos estados llegó la sangre al río. Tampoco en Bolivia, Colombia o Venezuela. En ellos, Evo Morales, Álvaro Uribe o Hugo Chávez han planteado reformas constitucionales para prolongar los mandatos presidenciales como a la que pretendía abrir la puerta Zelaya, suscitando el enfado y el levantamiento de los militares. Aunque todos estos casos los mandatarios han avivado importantes y conflictivos movimientos de oposición, nunca la gravedad de la situación había implicado la intervención de las Fuerzas Armadas. Hasta ahora. No obstante, a pesar de la "desconcertante" deriva que están tomando los acontecimientos en Honduras, Rodríguez Pellecer ratifica su postura: "En el imaginario de las fuerzas políticas y de facto latinoamericanas ya no se encuentra la opción del golpe de Estado".
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