Me hurtaron a Marina Tsvitáieva de la mesilla de noche. La portada con un Zeus vestido contemporáneo de la editorial minúscula debió de llamarle la atención. No fue muy consciente del delito pues mientras éste se perpetraba, yo me relajaba con una ducha fría disfrutando de la autosatisfacción masculina del trabajo bien realizado.
El pintor y poeta Maximilian Voloshin.
Recuerdo que mientras me lavaba la cabeza con mi champú anticaída (la treintena ya ha llegado) oí la voz de mi confidente nocturno pronunciar unas palabras inaudibles a las que yo contesté sin dudarlo un rotundo sí. Evidentemente debían hacer referencia a su marcha y con ella a la del libro y no a la preparación de un generoso desayuno. Fue al salir del baño como un Mihura a la plaza cuando me encontré sin alimentos, huérfano de pareja y viudo de libro.
Ese mismo día recibí un sms: "Me llevé ‘Viva voz de vida’ sin decir nada por si no me lo prestabas. Lo he leído de un tirón. Es maravilloso, íntimo y desolador. Te lo devolveré pasado mañana". Sí, aunque no se lo crean, el mensaje era así, con todas las letras y con adjetivos como luminoso o increíble a lo que pensé "sabía que eras un ladrón lo que desconocía era tu tendencia hacia la cursilería y el barroquismo". Sin embargo y con la esperanza de repetir hazaña sexual, respondí a su modo: "Para mí también es un libro excepcional, único. No se puede expresar tanto cariño y admiración ante la pérdida de un amigo".
Fue en una segunda cita en un bar de Antón Martín, con Marnie la ladrona cuando entre caña y caña nos relatamos las angustias que sentimos al leer a Tsvitáieva, nombre que nosotros pronunciábamos cada vez de manera diferente. El encuentro inicial entre el escritor y pintor Maxilimián Voloshin y la jovencísima Marina fue sólo el principio de una relación de admiración y respeto a la cual nosotros ebrios de locuacidad calificamos de imposible e inimaginable en la actualidad.
Según avanzaba la noche fuimos analizando y desgranando al personaje de Max a través de la sugerente y amorosa visión de Marina. Descubrimos juntos visiones que nos habían pasado desapercibidas en nuestra lectura individual y que puestas en común resultaban más poderosas y enriquecedoras. La fusión del escritor con la tierra de la que emana y a la que siempre regresa, el perfil marítimo costero que se confunde con su semblante del Dios del Olimpo, el personaje convertido en mito que consigue de hacer de su vida la autentica obra que le perviva (un prePepín Bello pero con legado físico), la dicotomía entre un germanófilo no consciente de su adoración por el país más bélico de Europa y un apasionado sentimiento afrancesamiento que encubre una verdadera fobia antigala fueron temas apasionados de debate entre ella y yo.
Marina Tsvitáieva, la de la mesilla.
Las anécdotas que Marina rescata sirven para desempolvar los hermosos recuerdos de su amigo recién fallecido que nos conducen a las historias que con él vivió. Éstas sirven de inyección para que el lector se reactive esa sensación amarga y a la vez gratificante de recordar a los seres queridos fallecidos. Así coincidimos, mi amante de bar y servidor, que la grandeza de esta biografía de la memoria radica entre otras muchas cosas en el rechazo que hace del dolor por la perdida. Porque Marina Tsvitáieva no se enseña en la ausencia sino que nos transmite de forma alegre como gozó con Max y las experiencias vitales de las que fueron cómplices.
Vía Marina/Max conversamos, reímos y sobre todo discutimos sobre si la literatura rusa es superior a la francesa o a la alemana y nos mirábamos confesándonos admiradores de Chejov, Pushkin, Dostoievski, Tolstoi y a esas horas brindamos por el mejor ruso de todos: Boris Yeltsin que dedujimos debió tener un gen común con Boris Karloff (el alcohol lo puede todo).
Atropellándonos con referencias del libro, como si el otro no lo hubiese leído, buscamos comparaciones con otros textos y yo revelé casi vergonzosamente que se asemejaba a la elegía de Miguel Hernández. Comenzó a tararear a Serrat, borrando mis complejos y yo seducido por su mirada directa no tuve más remedio que seguirla, acabando como un preso reincidente en su cama.
Fue a la mañana siguiente cuando me despertó el ruido de la ducha. Algo confuso por lo acaecido la noche pasada comencé a repasar el cuarto en el que me encontraba. Allí junto a la cabecera en una banqueta que hacía cumplía las funciones de mesa supletoria encontré un libro que me llamó la atención 'Natalia Goncharova. Retrato de una pintora' de Marina Tsvitáieva.
En ese instante supe que tenía que llevármelo. Así que pérfido como Moriarty recogí mis cosas y zarpé fugaz con el libro en la mano, dejando una nota que decía: "Los libros de cabecera son aquellos que más nos gustan. Nunca deben robarse y menos sin un beso de despedida".
*Alfonso Tordesillas, Gonzalo Queipo y Francisco Llorca forman el colectivo literario 'Tipos Infames'.
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