"Se puede decir que he vuelto a casa. A mis primeros recuerdos de infancia. Lo único que dudo es si me duele más lo que permanece tal cual o lo que ya no está en su lugar". En mi buzón encontré este texto escrito a mano detrás de una foto bastante anodina que servía de postal. La foto era de un pequeño pueblo murciano y venía firmada por uno de los infames, que decidió aprovechar parte de sus vacaciones pasando unos días en el pueblo en cuestión, un lugar al que no había regresado desde hace más de quince años y donde desde muy pequeño pasó sus veranos.
¡No os olvidéis nada!
Sus palabras cargadas de melancolía lograban resumir un mal tan veraniego como los cortes de digestión: tratar de regresar a los lugares donde uno ha sido pequeño y feliz para darnos cuenta de que ni el lugar ni nosotros somos ya los mismos, y que el reencuentro puede ser tan emocionante como desolador. Digamos que es imposible volver a un lugar que ya sólo existe en los recuerdos de uno.
Este infame, cuya relación sentimental con la región de Murcia es todavía desconocida por nosotros, tan sólo creyó poder encajar el pasado con lo que veía a su alrededor a las muchas horas de pasear por aquellas calles. Pero resultó una pista fatal y los primeros síntomas de un indicio de insolación. Al recuperarse debió de escribir la amarga postal que me envió.
A pesar de todo, no ha sido el peor parado de los infames a estas alturas de verano. Yo mismo llevo semanas de reposo en casa, con una pierna en alto y recibiendo noticias del exterior a través del periódico y de los amigos que vienen a visitarme. Visitar los lugares de la infancia no parece tan peligroso cuando no puedes ni bajar al bar de la esquina. Y para castigarme o engañarme un poco paso el día leyendo algunos libros de viajes de muy reciente publicación, y tan apetecibles que reservé para poder leer este verano en algún lugar muy apartado de casa.
Tampoco lo que traigo son libros de viaje al uso, nada que pudiera servir para poderse guiar o perderse voluntariamente por los países en cuestión, ya que ambos comparten a su modo con la ya citada aventura de nuestro socio infame el tratarse de viajes a lugares que ya no existen.
El primer "viaje imposible" es el de Alfred Kazin, para nada un atleta en busca de peligros en lugares a los que pocos han llegado antes, sino un crítico literario que comete la osadía de volver al barrio de su infancia, a Brownsville, y poner por escrito sus emociones y recuerdos en uno de los suburbios neoyorkinos más alejados de las postales más conocidas de Brooklyn (como la de la fotografía coloreada de los años 20 que ilustra la portada del libro).
Un lugar del 'paseante'.
Desde el primer olor que percibe al bajarse del tren, una espantosa mezcla de efluvios procedentes de los urinarios públicos y de la venta cercana de encurtidos, todo parece confirmar que se encuentra de regreso en casa. Y algunas sensaciones quieren hacerle creer que vuelve al mismo lugar. "Cada vez que regreso a Brownsville es como si jamás me hubiera marchado. […] He vuelto a donde comencé".
Pero como sucede con un libro que en su momento nos dejó una honda impresión y que no hemos vuelto a abrir por miedo a sentirnos defraudados con una segunda lectura, en los recorridos por Brownsville, junto a los recuerdos de las anécdotas y los negocios que con el tiempo desaparecieron, aquello que aún permanece casi en pie parece desprender un constante hedor a desazón, tristeza y melancolía. Ese tufillo y esa pena es la que logra transmitir con delicada emoción Alfred Kazin mediante ágiles enumeraciones de lo que encuentra a su paso o centrándose en algunos espacios de particular importancia en su recuerdo: la cocina de su casa, un ámbito particularmente importante para su familia de procedencia judía (era hijo de emigrantes rusos), casi tanto como la sinagoga del barrio; su bloque de casas, los vecinos, la peluquería, la familia que regentaba la farmacia, y la sensación constante de que debido a lo apartado que estaba Brownsville todo sucedía siempre "más allá" de su barrio.
‘Un paseante en Nueva York’ plantea sin estridencias teóricas el problema irresoluble de tratar de asimilar aquello que uno recuerda en ciertos lugares y lo que ve en ese momento. De forma amena logra llevarnos de la mano por las dudas e ilusiones de un niño que terminó convirtiéndose en uno de los mejores críticos literarios norteamericanos de la mitad del siglo XX. No en vano siempre aparece asociado al grupo llamado New York Intellectuals, junto a gente de la talla de Mary McCarthy, Hannah Arendt, Sydney Hook, Clement Greenberg, o uno de los críticos a quien más respeto y admiro: Edmund Wilson.
El siguiente libro que traigo en mi maleta de viajero sedentario obligado a guardar reposo nos cuenta un viaje a una ciudad que "ya no existe", narrado desde una sutil emoción y esperanza que se convierte en protagonista absoluta por encima del recorrido turístico.
El libro es tan atrayente y emocionante porque Luis Amado Blanco viajó esos pocos días a una ciudad, la antigua Leningrado, símbolo de lo que podría ser la gran posibilidad para afrontar una importante crisis mundial sin precedentes ni soluciones a mano. Sin considerarse "bolcheviques", aunque fueran tachados de ello, muchos inquietos jóvenes españoles simpatizaron con la Revolución Rusa (Amado Blanco tendría 14 años en 1917) porque desencantados con los valores heredados y ya inútiles, encontraron en la Rusia soviética un posible modelo social en que inspirarse, confiando en un cambio.
La tradición de los libros de viaje a Rusia durante esas importantes décadas tenían como objetivo prioritario la información fidedigna de lo que allí estaba sucediendo. Pero ‘8 días en Leningrado’, publicado en 1932, se sabe desde el inicio limitado por la cantidad de datos acumulados, aunque eso no es lo que en primer lugar preocupa a Luis Amado Blanco, sino la aportación de su propio punto de vista: observar, donde se demuestra un sagaz espía para los detalles, y analizar, porque aunque él se reconoce partidario de muchos aspectos del régimen sabe dar buena cuenta de opiniones contrarias. En España se había proclamado la Segunda República, y todos los hechos que pudieran recordarle en aquel país a la dictadura pasada en el suyo le parecían legítimamente criticables.
Sus cualidades de observador y su capacidad para dar forma literaria, donde se le reconoce su buen oficio de periodista sin renunciar al estilo literario, consiguen hacer de ‘8 días en Leningrado’ un excelente libro y obligarnos a replantear si el lugar silenciado en el que se ha arrinconado al autor es pertinente o no, una consecuencia —evitable si empieza a reeditarse e interesar su obra— de que viviera apartado de España, en Cuba, desde poco después del inicio de la Guerra Civil.
*Alfonso Tordesillas, Gonzalo Queipo y Francisco Llorca forman el colectivo literario 'Tipos Infames'.
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