Hipocresías de la vida

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sociedad
Por francis
Actualizado 08-01-2008 15:49 CET

Una comida en un restaurante madrileño, suscita una reflexión sobre los estereotipos sociales, desmontando las tradicionales concepciones y asunciones.

Hace poco hice parada en un conocido restaurante madrileño, de esos que organizan bodas de hijas de presidentes de gobierno y en el que más de una vez me he encontrado con el Dr. Llamazares, licenciado en medicina.


Aunque resultó que las gambas al ajillo con abundante guindilla no picaban, sí agitó mi pensamiento la constatación de que siguen existiendo los limpiabotas y más aún, personas que permiten que el oficio no se extinga.


Uno de los individuos que velan por este hecho, que bien podría ser modelo de referencia de este colectivo, lucía muchas décadas, un pelo canoso cuidado que evidenciaba peluquería frecuente, tez curtida por rayos uva (no se apreciaban marcas de esquiador) y un porte impecable presidido por un jersey a la caja de firma, pues era viernes y el protocolo empresarial permitía conmutar del traje, a un estilo informal vestir sport (cassual day que dicen los americanos). Lo que se dice todo un caballero bien vestido y elegante.
El carcamal departía con su limpiabotas en una conversación que seguramente consideraba entretenida, a juzgar por su semblante distendido y la típica y sutil mueca del adinerado, que la parroquia interpreta como sonrisa, cuando en realidad es el orgasmo continuado de la erótica del poder. Arengaba a su súbdito desde las alturas mientras el otro, arrodillado con la cabeza baja, se afanaba en lustrar los zapatos del vejestorio.


Tal cuadro sucedía, cuando irrumpieron en el local una pareja de chicos que rondaban la veintena, cuya indumentaria contrastaba enormemente con la tónica general del restaurante, sobrepasando la modernidad para aproximarse más al fashion look. De inmediato, capturaron la atención de mis vecinas de mesa, respetables ancianas que no escatimaron en calificativos como maricones o gentuza para referirse ellos. El debate sobre la atrocidad de la homosexualidad y la indecencia de los dos jóvenes, las ocupó el resto de la comida, hasta que decidieron poner punto final y abandonaron el restaurante, saludando ceremoniosamente a nuestro olvidado anciano, que continuaba limpiándose las botas. Subieron a un elegante coche y se marcharon dejando un rastro de perfume insoportable.


La comida transcurrió sin más sobresaltos del resto de comensales, prolongándose hasta las cinco de la tarde. Al salir, la casualidad quiso que los dos chicos del restaurante me abordaran en la puerta de un supermercado para recaudar comida para un comedor social, mientras en el portal de al lado, el carcamal que antes limpiaba sus botas, bajaba de un coche acompañado de una mulata despampanante. ¡Eso sí es decencia y caballerosidad!

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