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(El) odio (y) la política

Actualizado 11-03-2008 04:30 CET

Llevamos años asistiendo a episodios de odio en la vida política española. De éstas Elecciones Generales tal vez se pueda sacar la conclusión -que venga un analista bueno y lo haga- de que el odio retrocede.

Varios grupos minoritarios están en retroceso. Todos ellos visten sus fobias de defensa de algo que consideran más elevado, más digno, más trascendental.

Los que odian lo español. En una sociedad pasiva y atolondrada es muy sencillo manipular -inventarse- la Historia y retorcer la realidad hasta convertirla en otra cosa. Si se tiene competencia sobre la educación, adoctrinar generaciones enteras con una idea envenenada es pan comido. Si se enseña sibilina o descaradamente a odiar al fabulado invasor, a las pretendidas fuerzas ocupantes, la independencia es cuestión de tiempo.

Los que odian el esfuerzo personal. En una sociedad pícara es muy sencillo atrincherarse en cualquier movimiento asociativo y convertirlo en una actividad remunerada. Si se conocen los resortes para obtener un dinerito de la subvención pública, si se sabe explotar el pretendido hecho diferencial, si es buen negocio ser diferente ¿Para qué voy a trabajar? Si pongo el cazo y me lo llenan de billetes, a vivir que son dos días.

Los que odian renunciar a las prebendas del cargo. En una sociedad descarada se nota mucho a los que solamente están en la política para tener coche oficial y despacho pagado por todos. Quienes han hecho ostentación de su poder practicando el nepotismo y el amiguismo empiezan a ser castigados por el votante. Despacio, porque queda mucho estómago agradecido. Somos pasivos, atolondrados, pícaros. Pero no del todo tontos.

Los que odian la tolerancia. No soportar la posibilidad de que el otro tenga razón, odiar la existencia de una mayoría que no es la de la propia tribu. Tratar de impedir que la sociedad se llene de opciones que no son la de uno. Son rasgos que, convenientemente vestidos de libertad, se venden fácilmente en el ámbito de una sociedad indocumentada. Afortunadamente, esta sociedad también es tremendamente intuitiva para compensar. Detecta con maestría el tufillo rancio del intolerante, del machista y del hembrista, del fanático político, social o religioso, del que añora los tiempos en los que cada cual estaba en su sitio: “Yo, a trabajar fuera. Tú, a fregar. Así era todo mejor”. Y un jamón.

Los que odian el éxito del otro. En esta sociedad envidiosa se antepone la necesidad de denostar el proyecto contrario a la acción de estudiarlo previamente. Se produce cada día la paradoja de que una iniciativa de la oposición es criticada destructivamente y descartada por quien ejerce el poder. Y viceversa. Afortunadamente, explotaremos la suerte de vivir en una sociedad olvidadiza y tendremos un plan hidrológico -convenientemente rebautizado para que no se relacione con el pasado- y trenes de alta velocidad. Lo malo es que un día, si se produce la alternancia en el poder, tendremos mini pisos aunque se conozcan con otro nombre.

Todos estos odios -y otros muchos- están en retroceso. Tal vez hayamos encontrado la manera de ir expulsando de nuestro interior los defectos que nos marcan. Como colectivo somos lenguaraces, intolerantes, violentos, extremistas, atolondrados, pasivos y olvidadizos. Pero, eso sí, lo somos cada vez menos. Qué lástima que tengamos que pagar el precio del bipartidismo. Por suerte, no es un tsunami. Son los juegos de agua del pocero de Seseña.

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