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El fin de las ilusiones o el pensamiento débil

Actualizado 10-04-2008 19:18 CET

Una reflexión entorno a “Mil años de oración”, la última película de Wayne Wang, el director de Smoke, y ganadora de la Concha de Oro en el último festival de San Sebastián, que se estrena en España la semana que viene.

El comunismo no ha muerto. Aún le falta una generación o más. La manera de pensar que esta ideología política acarreaba sigue viva para mucha gente. Para esas personas que han sacrificado su vida por una idea, una ilusión, una utopía, un sueño o más simplemente los que aun apuestan por la esperanza y el progreso: los que llamamos, en definitiva, los modernos. Esos que todavía no viven en el presente eterno de la postmodernidad, en el escepticismo de la desgana actual, en el fin de la historia, en el crepúsculo infinito de los grandes relatos. Pero parece que cada día son menos los que se dejan llevar por los senderos de la ilusión y muchos optan por una ética y una política de mínimos, por lo que el filosofo italiano Gianni Vattimo bautizó como “el pensamiento débil”. ¿Cobardía del pensamiento o sabia retirada?

La pregunta no es baladí y la respuesta no parece evidente. De esto nos habla “Mil años de oración”, la última película de Wayne Wang. El director chino, fruto atípico y europeizado de la tan prolífica nouvelle vague de realizadores venidos de Hong Kong, firma otro buen ejemplo de “obra abierta”, parafraseando a Umberto Eco, que pone perfectamente de manifiesto la ambigüedad en la que se mueve el mundo moderno, entre un nefasto, pero apreciado, pasado en el que se creyó y un futuro nihilista y desencantado.

La historia es tan simple y nítida como complejos y resbaladizos son los personajes. El film narra el encuentro entre un padre (Mr. Shi) y su hija (Yilan) cuando, tras 12 años de vivir en Estados Unidos, la mujer recibe la visita del anciano que decide visitar el país después de haberse jubilado. Lejos de posicionarse en una obra ideológica, el arte de Wang se sustenta en mantener la incertidumbre sobre las creencias y las ideas de los dos protagonistas. Evidentemente Yilan vive entre la presión de la tradición que simboliza su padre y las insatisfacciones que puede provocar la vida occidental.

La figura irónica de esta incomodidad existencial resulta ser un pañuelo rojo, símbolo de los gloriosos años de comunismo chino, que el padre trae atado a la maleta para reconocerla. El trozo de tela es portador del mismo dilema que el antiguo camarada: ¿como adaptarse al nuevo mundo sin renunciar a los falsos valores que constituyen a una persona o a un objeto como lo que es?

El destino del revelador pañuelo será estar atado a una cortina del salón para mantenerla abierta. La respuesta, en lo que al padre se refiere, dista de ser tan sencilla y Wang está lejos de defender incondicionalmente una conversión al capitalismo occidental. Mediante el uso clásico del extranjero (o del otro en general) que descubre las incongruencias y paradojas de una nueva sociedad, el cineasta nacido en Hong Kong esboza una cierta crítica hacia su país de acogida y mas generalmente hacia el modo de vida actual. Como la madre del protagonista de Good Bye Lenin!, pero con menos dramatismo, el Sr. Shi descubre un mundo en el que las personas dejan mensajes en cajas electrónicas, las muchachas se exhiben casi desnudas al lado de la piscina, la gente no desayuna con tiempo y las mujeres pueden ser infieles a sus maridos. Lejos de parecerle la tierra prometida, piensa que la realidad estadounidense está haciendo infeliz a su hija. Pero no por ello se siente hundido sino que, más bien, responde de una forma abierta y curiosa a todo aquello que se le presenta.

Un choque de generaciones, de culturas y, sobretodo, de ideologías que aleja a padre e hija sin que la cámara nunca se decante por un lado o por el otro, presentando a personajes distantes y casi descarnados. Y es que no parece tanto el dogmatismo o el proselitismo de ninguno de los dos lo que provoque esta mutua incomprensión sino mas bien el paso normal de los años, una ley de vida que hace avanzar el mundo, confrontación creadora entre los restos del pasado y la despreocupación del porvenir.

Pero la novedad y el interés del encuentro residen en la relación distanciada y crítica que los dos personajes mantienen con sus respectivos modos de vida. Como le espeta su hija durante una discusión, la vida del Sr. Shi “ha sido una mentira” pero, a diferencia de otras veces, el espectador descubre que él ya lo sabe pero que, concientemente, prefiere vivir en ella ya que ésta representa toda su vida. No siempre es tan fácil desprenderse de un error, sobretodo cuando es constituvo de uno mismo. Mentira también la que domina la sociedad actual, con una protagonista que no quiere aceptar su evidente infelicidad pese a todas las libertades de la democracia y con una mujer mayor, la única amiga del Sr.Shi (que ha conocido en un parque), que acaba sola en una casa para personas mayores después de que su hijo no haya querido ocuparse más de ella.

Una cinta llena de ternura, melancolía e ironía, construida de manera sobria y minimalista, con pocos diálogos y lentos movimientos de cámara (influencias directas del cine asiático y más especialmente del maestro Ozu) que plantea con acierto y sencillez lo difícil que es encontrar la felicidad sea cual sea el momento y el lugar en el que se vive.

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