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Marxismo superhappy

Archivado en:
cataluna, musica
Por mart3es
Actualizado 13-04-2008 21:05 CET

La Casa Azul contagia el buen humor en su concierto de Barcelona

La Casa Azul /Foto:Elefant Records

Algunas caras de estupefacción entre el público cuando, entre sonidos psicodélicos que anuncian el inicio de un viaje espacial, La Casa Azul pisa el escenario del Maremagnum en Barcelona: “Pero… ¿La Casa Azul sólo es un tío?”. Pues sí, detrás del nombre de la banda más divertida y "happy" del pop español actual está únicamente Guillermo Vilella, más conocido como Guille Milkyway, el líder de la Revolución Sexual. Eso sí, además del doble teclado, el sintetizador y la guitarra que corren de su cargo le acompañan ocho pantallas planas en vertical donde se van sucediendo animaciones ochenteras y el falso séquito de miembros del grupo.

Incluso los sorprendidos por el solitario cantante se atreven a corear el estribillo de la primera canción. Sin riesgos, Guille arranca con el hit que da nombre a su disco y que muy probablemente nos habría representado en el festival de Eurovisión este año si Buenafuente no se hubiera inventando a Chikilicuatre. Estalla, pues, la Revolución; contagiando su buen humor y animando al público a bailar.

No faltan los gritos de “¡Eurovisión, Eurovisión!” en el primer aplauso y Milkyway reniega de ellos. “!Qué va, qué va, os aseguro que esto es muchísimo mejor!”, defiende el tímido cantante. Con palabras entrecortadas, sin ningún tipo de guión previo, trata de improvisar un par de simples frases de agradecimiento a los asistentes, que le resultan casi imposibles de construir. Desiste: “Da igual, voy a dejar de hablar, que no aporta nada. Vamos a hacer un poco de karaoke y ya está”. Realmente sabe a qué se refiere. La multitud, mayoritariamente post-adolescente con mucho flequillo ladeado y zapatillas Converse, corea cada uno de los temas del músico barcelonés. Para ellos, cada canción de La casa azul es un hit y recitan sus letras de pe a pa.

Con el peligro ser interpretada como cursi y hortera, la música de Guille Milkyway es en realidad un cohete "superhappy" cargado de diversión, sin más aspiraciones, quizás incluso tremendamente naïf. El contenido de sus canciones adquiere sentido cuando el artista intenta por segunda vez acercarse a la retórica. Esta vez, muestra una humildad tan difícil de creer como la ingenuidad que domina en sus canciones. Ni el mismísimo Karl Marx hubiera honrado mejor el papel de los proletarios: “Yo esto de que por ser músico y estar aquí arriba me tengáis que aplaudir no lo entiendo. Hay muchísima gente que hace muy bien su trabajo, que son los mejores haciendo lo que hacen, y en cambio nadie les aplaude por ello…” Se lleva la mano a la cara continuamente mientras intenta articular estas palabras, ricas siempre en titubeos y temblores de voz.

Su inseguridad discursiva choca con la soltura de sus interpretaciones musicales. Cuando el sintetizador empieza a soltar extraños gruñidos, Guille se convierte en otro. Este “hombre orquesta” ejecuta a la perfección un tema detrás de otro a pesar de tener que ocuparse de varios instrumentos y la voz, todo a la vez. Así como juntar cuatro palabras se le antoja una tarea imposible, Milkyway es capaz de tocar la guitarra, teclear el sintetizador y cantar al mismo tiempo sin que ello le provoque el menor temblor en las cuerdas vocales.

Este poppie por excelencia hace de la ingenuidad su estandarte. De una cultura musical amplísima, La Casa Azul bebe sobre todo de la música más hortera de los 70 y los 80 (resulta incluso inevitable no soltar un “¡ritmo de la nocheee!” en el inicio de alguno de sus temas), donde las bases electrónicas campan a sus anchas entre algún acorde de guitarra que le da el toque noventero a sus canciones. Los tiempos felices de la infancia impregnan sus letras con referencias que despiertan una sonrisa como el “tang de naranja” el “colajet de limón” o el “chicle cosmos”.

Milkyway no escatimó minutos en su actuación −superó la hora y media con creces tratándose de un concierto gratuito. A medida que pasaba el tiempo parecía además que el cantante empezaba a encontrarle la gracia a eso de hablar en público. El creador de La Casa Azul intentaba sin mucho éxito, cada dos o tres temas, desarrollar su propio discurso filosófico. Quizás las ganas le acompañaban, pero su capacidad musical seguía siendo muy superior a la retórica y costaba mucho seguir el hilo argumental que unía sus frases. Tanta profundidad filosófica chocaba con canciones como “No más Myolastán” o “Chicos malos”.

Sea como sea, hortera o divertida, ridícula o ingenua, La Casa Azul hizo pasar un buen rato a los asistentes, que se fueron con una sonrisa a casa. Con este buen humor, ¿quién no se apunta a secundar la Revolución?

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