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La desesperación inmigrante acampa en las afueras de Calais

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inmigracion, internacional
Actualizado 30-04-2008 10:12 CET

Alrededor de la media noche, un número indeterminado de figuras fantasmales merodean los alrededores de un camión de carga en una gasolinera perdida al norte de Calais. Intentan forzar la puerta bloqueada del remolque del vehículo en la última parada de los camiones antes de Inglaterra.

Foto: The New York Times

Casi todas las noches de la semana, los traficantes de inmigrantes ilegales atraviesan el laberinto de carreteras que circundan Calais para detenerse en los aparcamientos de camiones, donde los conductores dormitan antes de tomar el ferry a Dover, a 21 millas de distancia. Los clandestinos han pagado a los contrabandistas entre 500 y 1.000 dólares para intentar cruzar de nuevo el Canal de la Mancha.

Los conductores se enfrentan a altas multas o incluso a la cárcel si son encontrados a bordo de sus vehículos polizones o enredados entre los hierros de los bajos de su camión. Sin embargo, reconocen que, a pesar de que pasan miedo por ello, el mayor riesgo lo asumen los inmigrantes por el peligro decaerse y morir aplastados.

Son miles los inmigrantes, la mayoría de ellos afganos, kurdos y eritreos, que acuden a Calais y a otros puertos del litoral norte francés cada año. Se amontonan en campamentos clandestinos, tratando de esquivar a la policía, a la espera de una oportunidad de realizar la peligrosa travesía.

Buscan un futuro mejor en Gran Bretaña, propiciado por el idioma inglés, la falta de documentos nacionales de identidad y la posibilidad de trabajo ilegal. Tan sólo durante el pasado año, las autoridades británicas frustraron más de 18.000 intentos ilegales de alcanzar las islas. A menudo, los conductores se toman la justicia por su mano y golpean a los ilegales para deshacerse de su perjudicial carga.

Pero nada puede con la desesperación de la miseria. Muchos de ellos se chamuscan las yemas de los dedos, o se las rebanan con una cuchilla de afeitar, sólo para esquivar la base de datos europea de huellas digitales.

Los campamentos ilegales en los alrededores de Calais son estaciones permanentes en las rutas migratorias entre Asia y el Cuerno de África con Gran Bretaña. La mayoría son hombres que rondan la veintena, muchos de ellos menores de edad, que han pagado y arriesgado demasiado como para volverse atrás.

La organización Internacional para la Inmigración de Calais ofrece alrededor de 3.100 cien dólares a cada inmigrante que acepta voluntariamente el ser repatriado. Sin embargo, el pasado año sólo consiguió que 75 de ellos aceptaran la oferta.

Desde hace ya seis años está cerrado el campamento de Cruz Roja en Sangatte, en las afueras de Calais, porque Gran Bretaña protestó tachándolo de “imán” para la inmigración ilegal. No obstante otros campos han ocupado su lugar, como el aserradero, un bosque de espinas conocido como “la selva”, junto a la planta química de Tioxide, y el bosque de Garennes, en el que la policía quemó los refugios existentes hace 18 meses. Se calculan en unos 80.000 los inmigrantes de 112 naciones que han pasado por la región de Calais desde que se cerró Sangette.

Según los lugareños, la policía de la región sólo tiene dos misiones: proteger a Francia de la amenaza del terrorismo y hacer frente a la inmigración clandestina. A los inmigrantes detenidos se les suele expedir una orden de expulsión que la mayoría de las veces no se puede cumplir a causa de su alto coste, porque se carece de acuerdos de repatriación con los países de origen o porque son víctimas de persecución.

La policía suele asaltar con lanzamiento de gases lacrimógenos los campamentos clandestinos en un programa rutinario de captura y liberación.

Calais, situado a la entrada del túnel subacuático del Canal de la Mancha, no es el único sitio donde se produce este drama humano de a diario. Los inmigrantes también buscan refugio en campamentos cercanos a los restantes ocho puertos franceses que cuentan con comunicación mediante transbordador con Gran Bretaña.

Debido a que tanto el gobierno nacional como el regional se han negado a prestar asistencia, los grupos de ayuda locales se han visto obligados a intensificar su labor humanitaria. De esta manera, los panaderos donan los pasteles que no han sido vendidos, los estudiantes de secundaria sirven platos preparados, y los jubilados conducen 70 millas para pelar 330 libras de patatas todos los fines de semana. Médicos del Mundo ha puesto en marcha una clínica para atenderlos y una organización católica de solidaridad ofrece duchas en una iglesia en desuso donde almacenan cientos de ropas donadas por los habitantes de la región.

En un país donde el encubrimiento y transporte de la inmigración ilegal está penado con multas de alrededor de 11.000 dólares, los voluntarios reconocen que la mayoría de las veces patinan sobre una delgada línea caliente.

Las negociaciones con la policía han dado como fruto lo que se conoce como “zonas tranquilas”, un lugar cercano al faro de Calais con un resguardo portátil, donde se distribuyen las comidas. En diciembre pasado, las organizaciones benéficas consiguieron la apertura de una sala para que los inmigrantes pudieran dormir cuando las temperaturas alcancen valores bajo cero.

Pero el empuje imparable de la solidaridad no puede detener las incursiones de la policía ni la quema de refugios, como tampoco puede parar el que los inmigrantes sean conducidos a la comisaria de la policía de fronteras para ser interrogados y repatriados, algunas veces incluso descalzos.

Algunos voluntarios afirman con desesperación que la mejor manera de acabar con esta tragedia humana es quitar el puerto. Y quizá no les falte razón.

Vía: The New York Times

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