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Una ducha con Roger Waters

Actualizado 11-05-2008 10:53 CET

El líder de Pink Floyd ofreció un concierto con puntualidad y meteorología británicas en el campo de fútbol de Atarfe, Granada, el pasado viernes. Pese al chaparrón y a algún fallo técnico, el espectáculo de imagen y sonido cuadrofónico nos hizo vibrar a los 20.000 asistentes que llenamos el recinto.

La puntualidad, inédita para mí en un concierto rock y casi molesta para los que llegábamos con la hora justa, se compensó con una caída del sonido mientras Waters interpretaba In the flesh. Solucionados los problemas técnicos, el concierto se reanudó con más energía. Una pantalla gigante tras la banda y dos pantallas en los laterales para ofrecer primeros planos de Waters y compañía -la mítica Carol Canyon entre ellos- junto con las columnas de altavoces que, como atalayas, rodeaban el campo de fútbol, sirvieron para envolvernos en un ambiente años 70 incluso a los que en aquella época no habíamos salido aún de la cuna. El escenario, eso sí, debería haberse colocado más alto para dar mejor ángulo a los que no medimos metro ochenta y cinco.

Para calentar motores y estómagos se podía recurrir a una de las tres barras situadas estratégicamente y con precios imposibles -pagué 7,50 por dos refrescos-, pero que pese a ello estuvieron todo el concierto llenas. Y es que la noche granadina estaba fresquita, y nublada. La luna se envolvía de nubes en el acto previo al homenaje que se le haría después con The dark side of the moon, hasta que se cubrió por completo y hacia el final del primer acto -tras escuchar Mother, Set the control for the heart of the sun, Whish you were here, Shine on your crazy diammond, Time...- la lluvia llegó. Una pena. Algunos previsores nos habíamos hecho con impermeables del todo a cien y otros habían ido pertrechados para condena de los que les rodeaban, de sus correspondientes paraguas, en un intento de mantener intactas las ganas de rock.

La lluvia no mermó los ánimos de Roger Waters ni del público, en principio. Pero, en contra de lo que han dicho después muchas crónicas, sí pasó factura. En la tranquilidad y sosiego de los temas del segundo acto, con los pies empapados y la ropa mojada, el viento frío congeló más de un ánimo setentero y muchas personas abandonaron el recinto dejando gran parte de las gradas traseras vacías y grandes claros en la pista. Un acierto de la organización, casual, el que protegieran todo el césped con un enorme plástico, pues así evitaron además el consecuente barrizal. El cerdo, grafiteado por el Niño de las Pinturas con mensajes contra el miedo y las religiones, en esta ocasión no voló, tan sólo se elevó perezosamente, abrumado quizá también por la lluvia.

Un concierto redondo y espectacular que terminó con la puntualidad con la que había comenzado, algo más frío y sin petición de bis, síntoma significativo de que el público, a pesar de estar entregado, se había calado hasta los huesos y tenía frío. Inolvidable, no obstante, y mágico poder contarle a mis nietos -si los llego a tener- que un 9 de mayo, en Atarfe, me duché con Roger Waters.

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