Once años

Hoy es el aniversario del asesinato de Miguel Ángel Blanco. Lo recuerdo perfectamente como si fuera ayer. Las 48 horas de angustia, la angustia aun mayor del desenlace. La rabia, la ira, la desesperación y la impotencia. Once años después tengo la sensación de que estamos en el mismo punto de partida de 1997. Con los partidos cada uno por su lado; con ETA en su misma locura; y el nacionalismo, en el mismo empeño de seguir a lo suyo.

Once años después, Miguel Ángel Blanco sigue en el recuerdo de todos los españoles

Es una sensación de deja vu. Once años después, ni las fuerzas políticas se han unido, ni el nacionalismo ha bajado del monte, ni ETA, por supuesto, ha entrado en razón. A veces pienso si sirvió de algo que muriera Miguel Ángel, si sirvió de algo que millones de personas salieran a la calle a gritar ¡basta ya!, si sirvió de algo una movilización sin precedentes ante un crimen televisado y cronometrado macabramente.

Y ahí es donde me respondo a mi misma que no. Que no sirvió de nada salir, gritar, llorar, patear, abrazar, indignarnos... No sirvió, porque once años después, las fuerzas políticas se han olvidado de ese "Espíritu de Érmua", que nos unió a todos, que nos hizo ver la esperanza en la desesperación trágica del terrorismo. Once años después estamos en el eterno retorno a los insultos, a las peleas y reproches al quítate tú pa ponerme yo, al charloteo y a la utilización política de las víctimas.

Y Miguel Ángel no está ni estará. Ni volverá a su casa, ni le abrazarán, ni tendrá una segunda oportunidad. Él es el máximo perdedor. Él y Gregorio Ordóñez, y Enrique Casas y los miles de Guardias Civiles asesinados. Ellos han perdido, mientras muchos miran a un lado, y los de siempre se olvidan de que se lo debemos: les debemos la vida y la sangre, les debemos la libertad, el poder respirar cada día en una España mejor. Por eso murieron, y no lo hemos conseguido.

Hoy sigue sin haber libertad en Euskadi. No la hay para militares, para guardias civiles, para concejales, para cargos electos de PP y PSOE. No hay libertad para quien discrepa en una sociedad que a veces tiene pinta de enferma. Once años después, y ya ha llovido sobre mojado, da la sensación de que no mereció la pena. Y esa es la mayor pena. Pensar que no la mereció.