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Archipielago Gulag y la memoria historica

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cultura, libros
Por purnas
Actualizado 05-08-2008 13:43 CET

Lo encontré en el rastro de la Plaza de Toros por dos euros. Archipiélago Gulag (y también volumen 2 y volumen 3 de la versión definitiva del 80) es una de las obras capitales del pensamiento del siglo XX. Habla de la libertad, de la prisión. Habla de los sistemas políticos. De la miseria. De la banalidad del mal como lo hacía Hannah Arendt. De los sistemas totalitarios. De la reacción de los hombres ante su propio castigo justo o injusto. Habla de la Unión Soviética de Stalin. Habla de un sistema económico basado en la esclavitud, basada en una teoría política. Habla de la traición de la patria a sus servidores. Habla de un mundo ya desaparecido pero que ha marcado a fuego al menos a tres generaciones humanas.

La viuda de Solzhenitsin se despide de su marido en la capilla ardiente instalada en Moscú (EFE)

El otro día en un local indepe de Barcelona hablaba de lo que me estaba enganchando su lectura. Por todo lo que acabo de explicar y por todas las relaciones que mis neuronas espirales hacen con mi experiencia vital. A años luz, sin duda. También hablaba de lo difícil que a veces me resulta asumir que, cuando leo un libro, trato siempre de buscar conexiones con mi propia vida. Yo nunca he estado en un campo de concentración interno. Y sólo he vivido 11 meses en un regimen totalitario. Los pasé comiendo, bebiendo, meando, cagando y llorando. No sabía andar, ni sabía hablar. Y aún así, en Archipiélago Gulag hay conexiones con mi vida. Con nuestras vidas. Nuestras sociedades están llenas de pequeños Stalin que tratan de controlar todo, que sólo ven números y no personas, que tratan de vaciar al disidente, de silenciar al paralelo, al circular, al que no ve la misma línea recta que lleva de la Expo a Gran Scala, por ejemplo.

También nosotros somos nuestros propios Stalin. Nos silenciamos. Nos callamos. Nos banalizamos en nuestra propia huida hacia adelante tratando de vivir de una forma que no nos merecemos. Somos unos dictadores para nosotros mismos y encarcelamos sentimientos, pensamientos, acercamientos, roces y voces. Los torturamos y con ellos nos torturamos a nosotros mismos.

En la sociedad aragonesa y en la española se habla de memoria histórica. Se rompen las manos quienes la aplauden mientras los que la repudian tratan de partir caras. Otra vez. Los mismos que homenajean y homenajearon a unos muertos durante 40 años ahora pretenden seguir escupiendo sobre las cunetas. Pasamos el rasante y ocultamos los crímenes de la dictadura. Los otros, los que ahora tratan de recuperar su dignidad fueron vilmente perseguidos, castigados, asesinados y exiliados durante cuarenta años. Pagaron sus culpas, tanto los que las tuvieron como los que no. Y mientras los otros, los de la bañera, la picana, las palizas, los asesinatos, el garrote vil, los fusilamientos y los brazos en alto han seguido viviendo sus vidas como si nada. Y no lo digo yo, lo dice Alexander Solzhenitsyn, que sufrió en las cárceles soviéticas y al que no se puede considerar como un "rojo peligroso":

"Cierto que los que movían la picadora de carne en 1937 ya no son jóvenes, pues estarán entre los cincuenta y los ochenta, o sea, que la mejor parte de su vida la pasaron sin escasez, en la abundancia, con todo confort, por lo cual ha pasado mucho tiempo y ya no se les puede aplicar una venganza equivalente.

Pero aunque seamos generosos, no los fusilemos; no los atiborremos de agua salada; no los encerremos con miles de chinches; no los sometamos al tormento del potro; no los mantengamos fimes sin dormir durante semanas, no les asestemos patadas, ni porrazos, ni les apretemos la cabeza con aros de hierro, ni los empotremos en la celda como si fuesen maletas, poniéndolos a unos encima de otros, aunque no hagamos nada de lo que ellos han hecho. Pero ante nuestro país y ante nuestros hijos, estamos obligados a buscarlos a todos y juzgarlos a todos. Juzgarlos no tanto a ellos como a sus crímenes. Lograr que cada uno de ellos diga por lo menos en voz alta:

-Sí, soy un verdugo y un asesino

Y si eso se pronunciara en nuestro país sólo un cuarto  de millón de veces (en proporción, para no ser menos que Alemania Occidental), ¿no habría sido bastante?

En el siglo XX ya no se puede, durante decenios, hacer como que no se distingue entre la bestialidad condenable y lo "viejo" que es mejor "no menear".

Y aquí hay quien pone el grito en el cielo sólo por pedir que se desentierren a los asesinados que duermen en las cunetas. Todo un logro de la democracia orgánica.

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