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Instantáneas a pie de barra: Jack Kerouac, de nuevo en el camino

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cultura
Por gines
Actualizado 27-03-2009 20:04 CET

“Es posible que nuestra prosa no se recupere jamás de lo que le ha hecho Jack Kerouac”                                                                                                                                                 Henry Miller

Corría el año 1986. Yo tenía veinte años y, por imperativos legales, desperdiciaba mi tiempo en un cuartel miserable y hediondo de la ciudad de Sevilla. Sí, aquel funesto anacronismo del servicio militar obligatorio, la mili.

Unos señores, de ridícula apostura y carácter avinagrado, me voceaban desde la mañana hasta la noche. Siempre parecían estar cabreados sin que yo adivinara el motivo, nada les satisfacía en su encomiable esfuerzo por hacer de mí un hombre con un par. Aquél, desde luego, no parecía lugar propicio a sensibilidades artísticas ni matices de orden ontológico. Pero yo aprovechaba mis largas y soporíferas estancias en garitas, calabozos y camaretas, para evadirme leyendo.

Aún recuerdo vivamente el fuerte impacto que me causó la lectura de “En el camino”, de Jack Kerouac. Empecé y no pude soltarlo. Me trincaron leyéndolo en la garita, desatendiendo mis funciones de vigía ante el inminente asalto de un enemigo al que nunca llegamos a verle la jeta, pero aquellos señores distinguidos con estrellas en sus hombreras insistían en su inquietante existencia. Así que me mandaron al calabozo, pero conseguí colar a Kerouac conmigo y allí lo terminé.

Hay libros, como hay canciones, conciertos, puntuales acontecimientos, que marcan un antes y un después en nuestra existencia. Son experiencias iniciáticas, que te revelan una verdad largamente intuida, pero a la que no acababas de dar forma. Historias y momentos en los que cristalizan unos anhelos tan recónditos que no sabías de su existencia. “En el camino” es una obra literaria capital que ha supuesto esa “iluminación” para decenas de miles de lectores en todo el mundo desde su publicación en 1957. Biblia y manifiesto beat, que daría origen a esa cultura subterránea que luego se convertiría en “underground” o “contracultura”. Originalmente escrita en tres semanas del año 1951, anfetaminas mediante, en un rollo de papel continuo de teletipo, la obra sufriría múltiples correcciones y revisiones antes de su definitiva edición seis años después. Pues bien, ahora Anagrama publica esa versión original, la del rollo de papel continuo dactilografiado, con una nueva traducción para la ocasión de Jesús Zulaika. Se trata de una buena oportunidad para la relectura, incluso para el descubrimiento en el caso de los más jóvenes.

“En el camino” es más que una novela, como ya he apuntado. Es una forma de sentir la vida. No sólo por el argumento y el estilo ( que también son importantes, pues Kerouac ante todo es un enorme escritor, como señala sagazmente Henry Miller en la cita inicial de este artículo), sino principalmente por el espíritu que emana de sus vibrantes páginas, esa forma de vida ya irremisiblemente perdida y que nos remite hasta aquellos legendarios pioneros.

Ese continuado e irrefrenable canto a la amistad, la libertad, la búsqueda permanente de uno mismo, la pureza, la igualdad. Todo ello enfrentado al conformismo, la hipocresía y la mediocridad dominantes en el momento. Y lo hace narrando los viajes realizados entre los años 1946 y 1950 por las carreteras de Estados Unidos y México, en todos los medios de locomoción posibles, por el propio autor, su admirado amigo y antiguo delincuente Neal Cassady, Caroline, mujer que ambos compartieron, y una cohorte de beatnicks disgregados por el país (Allen Ginsberg y William Burroughs, los más conocidos).

Encuentros y desencuentros, carreteras infinitas, trenes de carga, gasolineras, viajes en autostop, espacios abiertos, noches de jazz y cerveza y frenética conversación. Cadillacs prestados, Dodges desvencijados, fiestas enloquecidas. Soledad y sueños. Siempre en busca de la gran aventura. Un auténtico dietario de viaje tallado con escritura precisa, compulsiva, siempre impelida por la necesidad de contar. Una escritura viva, física.

Y para ello Kerouac se sirve de su “prosa espontánea”, que sigue el ritmo de la respiración y utiliza un fraseo con el estilo sincopado que aprendió escuchando a los grandes del bop (Charlie Parker, Coltrane). Una búsqueda de la expresión artística sin la intervención del intelecto:

“Procura primero satisfacerte a ti mismo, que luego el lector no podrá dejar de recibir la comunicación telepática y la excitación mental, pues en su cerebro actúan las mismas leyes que en el tuyo” aseguraba Kerouac, nacido en Lowell (Massachusetts) el año 1922, en el seno de una familia francocanadiense. Su infancia fue solitaria, lo que le predispuso a la escritura. “Decidí hacerme escritor a los diecisiete años y, después de leer una biografía de Jack London a los dieciocho convertirme en viajero solitario”. Pasó por la universidad de Columbia, donde conoció a Ginsberg y Burroughs, entre otros futuros protagonistas de su obra. No llega a graduarse, pues siente la imperiosa necesidad de “moverse” y se enrola en la marina mercante, viajando por el Atlántico y el Mediterráneo. Del mar pasaría a la carretera y los trenes de largo recorrido, realizando los legendarios viajes que conformarían con el tiempo su material narrativo. Desempeñaría empleos de lo más variado, cronista deportivo, guardafrenos, camarero, recolector de algodón, albañil, peón de mudanzas, guardabosques.

Finalmente en el año 1950, publicó su primera novela, “La ciudad y el campo”, de estructura convencional y con los tics del primerizo. Al año siguiente redactó el primer manuscrito de lo que luego sería “En el camino” (el que ahora nos ofrece Anagrama), que no vería la luz, después de múltiples correcciones, hasta el año 1957. Mientras llegaba esa publicación, y con ella el éxito y el inicio de la leyenda, escribió sin descanso. Así surgió “Los subterráneos”, escrita en dos días y tres noches, “al final estaba pálido como el papel, había adelgazado ocho kilos y al mirarme al espejo tenía un aire extraño”, explicó.

Kerouac, como tantos antes y otros después, no se conformó con lo que le ofrecía una vida convencional. Tenía el quisquilloso bicho de la insatisfacción dentro. Así que se pasó la vida buscando “algo más”, atendiendo a las señales y corriendo loco tras ellas, con ese necesario punto de ingenuidad y sincero misticismo que la tarea requería. Encontró, o creyó encontrar, y después perdió. Acabó sus días confundido, con los hippies adorándolo llamando a su puerta, convertido en leyenda vital y literaria, pero él renegaba en esos días finales de todo. Se emborrachaba en lúgubres tugurios y siempre acababa herido en peleas que él mismo había provocado. Aislado y recluido, con la sola compañía de su esposa y su madre inválida, murió de una severa hemorragia estomacal provocada por sus abusos alcohólicos el año 1969. Un frío estremecimiento recorrió la infinita red viaria estadounidense. Jack ya no la transitaría nunca más.

Sus libros son ahora señales para muchos otros que iniciamos nuestra particular búsqueda a partir de ellos. Y en ello estamos.

“Sabía que durante el camino habría chicas, visiones, de todo, sí, en algún lugar del camino me entregarían la perla”  Jack Kerouac, En el camino.

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