Spanish character.

Estoy a punto de abandonar un estudio que solitaria e individualmente llevo a cabo desde que llegué a Edimburgo y del que no encuentro respuestas: ¿por qué narices somos los españoles así? 

En la  distancia me ha dado por buscar esa serie de adjetivos precisos, inequívocos e irrefutables que nos definen, queramos o no, porque los hemos mamado desde la cuna. Pero me está costando. Tanto, que voy a desistir.  A tres mil quinientos kilómetros entiendo cada vez menos ese lugar al que en más de uno, de dos y de tres aspectos le falta bastante para ser parte de Europa. Mis preguntas poco a poco se han ido diluyendo y sólo he obtenido dos conclusiones dignas de estudio por cualquier científico, si no fuera porque ahora todos los científicos están a otros menesteres más importantes: una clasificación del español medio en dos vertientes claramente diferenciadas y absolutamente excluyentes.

La primera es la de aquellos españoles que piensan que los escoceses (o, en su caso, cualquier otro pueblo) son todos rarísimos rarísimos rarísimos. Por eso es imposible ser amigo de ellos, cuesta entrarles y sólo se relacionan en camarilla, con sus chistes patrios, sus cancioncillas patrias y sus private jokes patrios. Además, beben como cosacos, una pinta tras otra, como los peces en el río, hasta los jarrones de los floreros, y porque no encuentro otra frase más manida, olvidando el españolito aquí el arte y tronío de celebraciones como El Rocío o la Semana Grande de Bilbao donde Solán de Cabras no hace precisamente el agosto. Deduce entonces que como lo suyos no hay nadie, que "ellos se lo pierden" y toman como referente a Juanito Valderrama, aunque no lo hayan escuchado en su vida, trayendo a esta tierra extraña en su pecho un estandarte con la alegría de España. Por tanto tienen una vida social productivísima en el United Kingdom rodeados de españoles, la gran mayoría gente de la que no se harían colega ni en una oficina de lunes a viernes de ocho a tres. La consecuencia de todo esto es que el inglés hablado por este grupo tiene el mismo desarrollo gramatical que el castellano de Michael Robinson.

El segundo grupo son los menos, los menísimos, diría yo. Son aquellos que dudan del prototipo primero y que, por prudencia, miedo o ambas, no lo expresan. Quizá el raro sea yo, piensan, que para eso estoy de visita. Miran, remiran y vale, les parecen que sí, que los del sitio tienen cosas diferentes, cosas extrañísimas incluso, pero tampoco visten con taparrabos ni hablan en una dialecto del quechua. Este tipo de español empieza a reafirmarse pronto en que el tan patrio “ellos se lo pierden” no es más que una defensa a una inseguridad atroz, y que ese país del que viene está preñadísimo de contrastes incomprensibles. Un bando político es de un reaccionario que da arcadas y el otro de una progresía de cartón que provoca nauseas, uno ha de ser al trescientos de uno o de otro porque, si no, le llaman facha o rojo con ese tono del que necesita meter a los demás en una casilla para colocarse en la posición que le/se han/ha asignado (y sin la que se pierde), y el territorio está lleno de críticos taurinos pero de escasos toreros. Pero también resulta que es el de uno y a uno, por lo disparatado, empieza a dolerle tal y como le dolía a Unamuno. Así que en este grupo se callan la consecuencia si no quieren recibir una onda de uranio empobrecido de cualquiera cuyo DNI atesore el rojigualda. A mí, de quien sobra decir a estas alturas de la película en qué bando me incluyo, me tocó un sonoro del insigne “cómo te estás volviendo” en mi última visita a España cuando dije qué me parecía mi país. Venía de un amigo vasco independentista y declarado votante del PNV.