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El artista, la obra y viceversa

Actualizado 14-07-2009 16:16 CET

O de ciertos hábitos perniciosos

Todo artista, como personaje público que es, está sometido al escrutinio de los demás; un escrutinio —y subsiguiente enjuiciamiento— que raramente se ciñe a su creación, digamos, profesional, sino que, más allá de ese territorio, se extiende a una valoración sobre la globalidad de su persona, basada, como no podía ser de otra manera (salvo en el hipotético y poco usual caso de que se le conozca personalmente), en la imagen que del mismo obtenemos a través de fuentes externas (básicamente, medios de comunicación). Partiendo de esa premisa, nos encontraríamos con dos cuestiones, a cual más controvertida —y fascinante— (hay más cuestiones, pero es verano, hace mucho calor...): la primera, hasta qué punto esa imagen personal que nos forjamos acerca del personaje es certera, fidedigna, fiable; y la segunda, hasta qué punto la valoración que en tal imagen personal forjada sustentamos, habría de influir (o no) sobre la valoración que de la obra artística del sujeto podamos hacer.

En el caso de la primera, habrán de permitirme, amigos lectores, que exprese mis razonables sospechas de que, por lo general, y salvo casos muy extremos, pecamos de excesiva ligereza, tendemos al prejuicio acelerado y, en consecuencia, la idea que nos hacemos de los personajes públicos —no sólo de los artistas, por supuesto— suele tener bastante poca relación con su auténtica y genuina condición; condición que, como humana que es, ya es suficientemente compleja como para reducirla a los clichés y etiquetas que, en su proceso de generación de producto, tienden a generar los medios masivos —y que es con lo que, finalmente, nos quedamos—. Hacemos del episodio concreto una muestra de un itinerario vital íntegro (algo absurdo, teniendo en cuenta las vueltas y revueltas que la vida le da a todo el mundo); tomamos el último acontecimiento como paradigma de la condición permanente del personaje (aquello del “vales lo que vale tu última acción”, trasladado al terreno personal), cuando todos (ellos también) cambiamos y pasamos por etapas y sucesos altamente variables (ya se sabe, nada es eterno...); y, lo que es más importante, no sabemos absolutamente nada de lo que esas personas son y hacen fuera del foco de atención de los medios, y, aún así, los enjuiciamos y valoramos tan ricamente. Y nos quedamos así de anchos. Ah, y por cierto, el que esté libre de pecado (no es mi caso, desde luego), que lance el primer misil (no tiene por qué ser, necesariamente, sobre Irán ni Corea del Norte...).

Así funcionan las cosas, a grandes rasgos, cuando nos enfrentamos a personajes vivos y/o en activo. Pero, contrariamente a lo que se pudiera pensar inicialmente, tampoco marchan de manera muy distinta en lo que afecta a personajes históricos, o ya retirados: la perspectiva que da el paso del tiempo y que, en pura lógica, debería contribuir a mejorar o paliar esa situación, raramente lo hace; más bien al contrario, a todas las deficiencias antes apuntadas, vienen a sumarse otras consideraciones que también redundan en la distorsión de la imagen del personaje. El olvido, tan selectivo a veces, al que la desmemoria somete aquellos puntos de la biografía del personaje que, en función de un nuevo contexto, pueden perder interés para el público general (y que también forman parte de su íter vital); la acumulación de testimonios contradictorios —y, comúnmente, interesados, desde la parcialidad— sobre algunas cuestiones que suscitan controversia y sobre las que hechos y opiniones suelen terminar mezclándose para arrojar más oscuridad sobre la poca luz ya existente; en suma, motivos más que sobrados para que, como dijera aquel, abandonemos toda esperanza. Pero no por ello nos retraemos a la hora de destripar a personajes históricos: cual si hubiéramos departido con ellos diariamente, echando la cervecita en el bar de la esquina, también a ellos los valoramos y enjuiciamos, sobre la pretendida base de un cúmulo de testimonios históricos que, en el mejor de los casos, y salvo supuestos muy excepcionales, no aguantarán los embates de la siguiente “oleada investigadora”, ésa que arrojará la “luz definitiva” sobre el ilustre en cuestión. Y así, hasta la próxima, claro...

Supongo que el cúmulo argumental de los dos párrafos precedentes ya debe orientar bastante acerca de lo que opino sobre la segunda de las cuestiones planteadas: dado lo poco fiable que me resulta cualquier juicio de valor elaborado respecto a la catadura moral y la condición personal de un artista, poco me ha de entusiasmar que dicho juicio se proyecte, con toda su carga distorsionante, sobre la valoración de su obra. Pero me consta que no es sencillo, y aquí llegaría el momento de apelar al segundo misil: quien jamás lo haya hecho, que vaya preparando la rampa de lanzamiento. ¿Cómo disfrutar pacífica y armoniosamente de las maravillosas palabras, pinceladas o notas musicales de un fulanito al que consideramos un absoluto impresentable, desde el punto de vista personal? O, a la inversa, ¿cómo no ser indulgente con el resbalón estético de un artista que nos resulta especialmente simpático por su bonhomía y buen rollito —aunque éstos sean tan presuntos como el valor aquel de la mili aquella—? Así suele funcionar, pero, ¿es eso lógico, justo? Probablemente, no; de forma que, salvo en aquellas contadas ocasiones (y serán contadas, fundamentalmente, porque la interferencia mediática en nuestra vida actual es de dimensiones espantosas...) en que nuestra apreciación artística esté plenamente incontaminada por el más absoluto desconocimiento del autor de la obra, lo más normal será que nuestro juicio supuestamente “artístico”, esté fuertemente condicionado por algo tan impreciso y aleatorio como la simpatía o antipatía que el autor nos causa. Y así, claro, nos pintará el pelo...

Quedan en el cibertintero muchas otras cuestiones más o menos conexas con las anteriores: los prejuicios ideológicos, y su proyección sobre obra y/o persona; las intoxicaciones deliberadas, desde posiciones de interés económico, a la hora de erigir y/o derribar (y volver a erigir, y volver a derribar) mitos y figuras (y miren que me había propuesto no hablar, ni siquiera implicítamente, del ínclito Michael Jackson, pero, ya ven, no ha habido forma...); las diferencias entre soportes artísticos en cuanto a su capacidad “receptora” de los elementos idiosincráticos del autor (varía mucho lo que de sí puede proyectar un novelista en su novela respecto a lo que un pintor puede plasmar de sí en en el lienzo...). Pero, ya saben, amigos lectores, es verano. Y, además, ahora es su turno. ¿Serían tan amables?

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