Madrid.- Los escritores suelen explicar, cuando se les pregunta por el pesimismo de sus obras, que el ser humano, cuando es feliz, se limita a vivir, mientras que escribe cuando se siente desgraciado. Tal vez por eso Pío Baroja escribió mucho y no puede decirse, en cambio, que tuviera una vida demasiado intensa.
Monumento dedicado a Pío Baroja en el madrileño parque de El Retiro.
Al escritor vasco nunca le gustó la realidad que le rodeaba y su pesimismo a lo Schopenhauer le fue modelando un carácter agrio y huraño; renunció a luchar por cambiar la sociedad, pero su inactividad la contrarrestó con su predilección por los héroes de acción, como Zalacaín o Aviraneta el conspirador.
Su temperamento, sin embargo, quedó perfectamente reflejado en el protagonista de una de sus mejores novelas, "El árbol de la ciencia". Esta obra retrata el Madrid de finales del siglo XIX, en especial el ambiente estudiantil, y su personaje central, Andrés Hurtado, encarna la abulia y el desencanto propios del periodo de entre siglos.
Con Andrés asistimos al desarrollo de una personalidad frágil que, en el tránsito de la adolescencia a la juventud, descubre antes el dolor que el placer, y contempla desde su naturaleza hipersensible una existencia de la que dice: "La vida en general y, sobre todo, la suya le parecía una cosa fea, turbia, dolorosa e indomable".
Cuando otros, a su edad, coleccionan todo tipo de diversiones y aprenden a sumergirse en las más diversas actividades placenteras, Andrés va advirtiendo la fatuidad y vacuidad de sus amigos y compañeros, la incultura y chabacanería de la sociedad, la pobreza de muchos barrios de Madrid y la inutilidad de los políticos de la época.
En su afán por encontrar respuestas a sus muchas preguntas, Andrés comparte horas de conversación filosófica con su tío, el doctor Iturrioz. Un día hablan del relato bíblico del Árbol de la Vida y el Árbol de la Ciencia. El hombre era feliz en el Paraíso, pero al probar la fruta del Árbol de la Ciencia adquirió el conocimiento y, a través de él, descubrió el dolor de la existencia.
Hurtado termina sin ilusión su carrera de médico y comienza a trabajar en un pueblo. Su contacto con el mundo rural le resulta tan decepcionante como la vida en la ciudad. No es Andrés un joven que se coma el mundo, es más bien el mundo quien le ha comido a él sus ilusiones e, incluso, sus ganas de vivir.
Entre tanta amargura, alguien aporta a Andrés la ilusión que le falta; es Lulú, una amiga con la que al cabo de los años se casa y alcanza el anhelado equilibrio. Pero Hurtado desconfía de la dicha y teme que en cualquier momento algo la rompa y se vuelva a la tenebrosa situación anterior.
Sus temores acaban cumpliéndose; Lulú queda encinta, pero el bebé nace muerto y ella fallece también en el parto. Andrés ni acude al entierro. Su último acto como médico será terminar con esa "cosa fea, turbia, dolorosa e indomable" que era su vida.
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