Personajes porteños: Miguel y la Plaza de Mayo

BUENOS AIRES (ARGENTINA).-  Conozco a Miguel desde hace unos meses. Cada mañana, cuando cruzo la Plaza de Mayo hacia mi trabajo lo veo a un costado, casi al borde de la vereda, con su puesto de garrapiñadas, gaseosas y dulces. Haga frío o calor, lleva puesto un gorrito marrón y un sobretodo negro. Debajo, siempre presente, la camiseta de Racing y un rosario. El carrito parece una casa que lo acompaña desde hace cien de años. Tiene anexos de metal oxidados por el tiempo y banderas de todos los países. Los ojos de Miguel, azules como el mar, te llevan hacía un túnel en el tiempo.

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La primera vez que me llamó la atención fue por la forma que tiene de hablarles a las mujeres. En vez de decirles guarangadas o piropos escatológicos, les habla con cariño, con la dulzura de un padre. Así, suele indicarle a una señorita cuando se encuentra despeinada, si la ropa le combina o si le quedó un poco corrida la pintura del rostro. "Que tenga un buen días señoritas, hoy es viernes y la vidas puede empezar a cambiarles", le dijo a una joven que caminaba rápido llegando tarde hacia su oficina. Miguel, cuando habla, tiene una forma extraña de incluir 's' de más.

Por otro lado, parece ser que tiene ciertos poderes adivinatorios. Los policías de la esquina del Cabildo me contaron que suele predecir los resultados de los partidos de fútbol, anticipa el clima con mayor precisión que el pronóstico y, como en el caso de esa señorita, descubre giros inesperados en la vida de los habitués de la Plaza de Mayo. Los policías del Cabildo también creen que Miguel está parado en esa esquina desde hace varias centurias. "Miguel es la Plaza, como la Pirámide o las palomas", me dice el oficial Gómez, aburrido.

Cuando me acerqué a hablarle, me miró con cara desconfiada. "Disculpame pibes, pasa que por ahí sos agentes del gobiernos y me querés llevar el carritos". Le expliqué mis motivos, y cuando vio que mi interés era periodístico y que sólo me interesaban sus historias, su rostro se transformó. Sus ojos tristes, de perro viejo y ancestral, se abrieron como dos lunas y estiraron las líneas que el tiempo dibuja en su cara. "Dales, hablemos, chamuyemos duro y parejos". Le compré dos paquetes de garrapiñada, para sumar confianza, y empezamos a charlar.

Miguel alimentaba su propio mito a cada palabra. Me contó que trabajaba en la Plaza de Mayo hace 100 o 200 años. Lo miré con cara de "a mí no me mientas", pero no se detuvo. Continuó su relato firme y sin dudar; agregando 's' todo el tiempo. Empecé a creerle que vivía ahí desde siempre y no pude dejar de escucharlo. Me contó sobre la Plaza el 25 de Mayo de 1810, afirmándome con seguridad que ese día no llovía y que él en vez de garrapiñada vendía pastelitos. "Calentitos, calentitos, los pastelitos".

Después me habló de Perón en el 45, con su voz quebradiza y profunda. Me habló de los festejos del mundial del 86, con la plaza llena de papeles y gente contenta. "¡Ese sí que es un fenómenos, cómo lo quiero a Maradonas!". Me narró la tristeza que le invadió el cuerpo cuando Galtieri anunció la guerra de las Malvinas. Me discutió que en el 2001 todo había sido una farsa, y que la gran mayoría de las personas se había movilizado por que le habían tocado el bolsillo.

Miguel no paraba de hablar, parecía un niño a quien le habían regalado un campo y toda la libertad del mundo para jugar en él. Saltaba en el tiempo como un trompo. Y entre salto y salto se emocionaba; cuando me habló de Evita se le llenaron los ojos de lágrimas. «Esa mujer era maravillosas, su voz era la de una madres. Mi madres». Comencé a sospechar que Miguel realmente había nacido en la Plaza, y que cada uno de los hechos históricos que allí habían sucedido había dejado las marcas que su rostro tenía a fuego, como las líneas de un árbol arcaico. «Miguel es la Plaza tanto como la Pirámide, las palomas y él mismo», pensé discutiéndole al aburrido Gómez.

"Con las que soy muy amigos es con las Madres de la Plaza. Después de Evitas son las únicas buena gentes que anda por acá. Su lucha es mi luchas. Soy sus ojos en la Plaza, su memoria en charlas, su compañero en los días de lluvias."

Alegrías, asesinatos, movilizaciones, festejos, cuerpos ausentes. El relato era un huracán que nos había hecho olvidar del tiempo y el espacio. Agitado, Miguel se detuvo y me pidió que vuelva otro día. "Tengo que descansar amigos". Me despidió con un abrazo y le prometí que iba a volver. "Seguros, pero cuando la Plaza necesita descansos, yo también". Miguel y la Plaza eran uno, casi como todo el resto de los porteños.