GIJÓN.- Cuarto día del Festival Internacional de Cine de Gijón. Realismo social y juego limpio.
Fotograma 9 mm.
A algunos retardados en la evolución les gusta que les cuenten historias en el cine. Planteamiento, nudo y desenlace, y todas esas zarandajas. Los hay que hasta prefieren la ficción y sí aprecian una frontera estricta con lo que no lo es, por mucho que todo pueda serlo, de la misma manera que todo puede ser real. Los medios ordenados a un fin y de los que se rescata sólo lo pertinente. Tal vez eso sea -en la vida- la ficción, como hacía de la existencia humana una ficción Aristóteles al afirmar que no se puede decir de ella si ha sido buena o mala, hasta que termina. Debe de ser, el de esas personas, un estadio similar al de los que disfrutan un Magritte, un Van Gogh, un Antonio López y, aunque lo aprecien, se quedan un tanto indiferentes delante de una silla con el letrero «esto es una silla», perplejos cual marciano en la Gran Vía, aun después de leer el Código Penal, que la explica. En todo caso, una limitación que les gustaría superar, pero no pueden. Quizás no se ponen a ello. Pereza, como la que te da la cocina deconstruida. Un juego es siempre la cultura y tampoco pasa nada si unos juegos nos gustan y otros no. Lo deseable, claro, sería que nos gustasen todos. Como decía Woody Allen de la persona bisexual, tienes el doble de posibilidades de salir el fin de semana. Yo ni salgo.
‘9 mm.’ empieza que parece que sí que va a salirse. Plantea una aventura. La recupera desde distintas perspectivas. Se permite travesuras visuales como esa toma que recorta, por el ángulo superior izquierdo, el corte de pelo de Richard y, por el ángulo superior derecho, el bastidor del coche. Juega con el espectador hasta mitad de la película. De improviso se pone a derivar muy deprisa hacia lo obvio: esa visita al cementerio después del hospital –prescindible también-; esas tres personas meditando en secuencia, la madre, el padre, el hijo, que es exactamente lo que uno espera (y teme) que suceda; esos recursos redundantes hacia un final que arruina –no hay misterio- el misterio de Aristóteles.
Fotograma de Afterschool.
Que las formas de expresión están cambiando no puede sorprender a quienes se iniciaron con el jazz, con Deep Purple, Frank Zappa, el ‘rock sinfónico’, pasaron por el ‘punk’ y hoy asisten, boquiabiertos, a la reivindicación, por ejemplo, de los Chichos. «El cristal cuando se empaña se limpia y vuelve a brillar. La honra de una mocita se ensucia y no brilla más». Ni más ni menos. No es que el mensaje no importe, ya está bien de quitarle importancia a lo que se dice, ¡es esa música! A cada historia, el vehículo que le corresponda. Afortunada aquella que encuentra el que le va mejor. Para contar ‘Afterschool’ el video, la webcam, el móvil, esos encuadres rectificados con torpeza, los planos de cuello para abajo, esa espontaneidad artificiosa, es el marco ideal para que la muerte que nadie ha pretendido (ni evitado), la traición a la que ni siquiera se responde, la rendición final en el dispensario, resulten lo que son: la vida como trámite. Incidentes banales a los que se resigna uno, banalmente, hasta que acaban por ser nosotros mismos.
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