Redobles de tambor

W.H. Auden dijo que la muerte es como el retumbar de truenos lejanos durante un picnic. Algo parecido a la semana santa. Innecesarios, monótonos, grises tambores de muerte que intentan recordarnos nuestro destino, deshilvanar la existencia, adelantar el juicio final. Pobrecillos. No saben que esperar el desenlace es una pérdida de tiempo: "el juicio final se lleva a cabo cada día", señaló Camus.

Juan Ferreras (EFE)

¿Cuántas horas dedicarán las televisiones a las procesiones?

La felicidad, lo contrario a la muerte, a la semana santa, está a la vuelta de la esquina. En unas palabras que escuchas en la televisión. "Ayer comenzó para los cristianos la semana santa", dijo el presentador de informativos del Canal 7 de la televisión de Uruguay. La frase es sencilla y poco ingeniosa, pero sonó a gloria bendita. Para el resto de los uruguayos, los no cristianos, la semana santa es simplemente "la semana del turismo". Unos días libres para disfrutar de la familia, de los amigos, de la vida. Del bullicio de un picnic.

No sé cuántas horas dedicarán las cadenas de televisión españolas a procesiones y otros actos católicos relacionados con la semana santa. Pero seguro que demasiadas. No por ser un país aconfesional ("ninguna confesión tendrá carácter estatal"), que también, sino por ser un pueblo vivo. ¿Tradición? El paraguas bajo el que se cobijan los que torturan toros o llenan las calles de luto. "Batid, batid, tambores... dispersad a los fieles en el templo solemne", escribió Walt Whitman.

Y es que para mí una semana de pasión es aquella en la que, volviendo como siempre a Whitman, "yo me celebro y yo me canto". El poeta de la libertad y la naturaleza apostó por una vida "carnal, sensual, comiendo, bebiendo, engendrando" que nada tiene que ver con la semana santa católica. Gracias a Dios. Por eso hoy me gustaría despedirme con uno de sus textos más vitalistas y luminosos. Un canto a nosotros mismos.

Poema 11 del 'Canto a mí mismo'

Veintiocho mocetones se bañan en el río.

Veintiocho mocetones, en cordial camaradería, se bañan en el río.

Y una mujer de veintiocho años, virgen y hermosa, vive solitaria.

Suya es la suntuosa mansión que se alza en la ribera,

y, espléndida y ricamente vestida, espía oculta tras los cortinajes del balcón.

¿Cuál de aquellos mocetones le gusta más?

¡Todos le parecen hermosos!

¿Adónde vais, señora?

Aunque seguís fija en vuestra atalaya,

yo os veo ahora chapotear en el agua.

Danzando y riendo ha entrado en el río una hermosa bañista.

Ellos no la ven,

pero ella los ve y los siente henchida de amor.

Brilla el agua en las barbas mojadas de los hombres,

corre por los cabellos largos

y como pequeños arroyos

pasa acariciando los cuerpos.

Una mano invisible pasa también acariciando temblorosa las sienes y los lomos.

Los muchachos flotan boca arriba con el vientre blanco combado bajo el sol,

sin saber quién los abraza y los aprieta,

quién resopla y se inclina sobre ellos,

suspensa y encorvada como un arco,

ni a quién salpican al golpear el agua con los brazos.

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