Aquel martes 12 de abril de 1994 tendría que haber viajado al infierno ruandés con mi querido compañero y amigo Alfonso Armada, pero me lo impidió un par de citas inaplazables que perseguían la publicación de un primer libro fotográfico llamado 'El Cerco de Sarajevo'.
La catástrofe humanitaria de Ruanda fue captada por la pluma y la cámara de Alfonso Armada, en 1994.
Lo más perturbador es que aquellas citas fracasaron y mantengo desde entonces un profundo resentimiento contra las personas que se habían comprometido a editar mis trabajos fotográficos realizados durante los dos años anteriores en la capital bosnia.
Me quedé compuesto y sin novia. Sin libro y sin viaje a Ruanda cuando se estaba produciendo su temporada en el infierno. Tampoco pude viajar dos semanas después, el 27 de abril de 1994, a las históricas elecciones sudafricanas que supusieron el memorable triunfo de Nelson Mandela.
Es verdad que meses después conseguí publicar mi libro y viajar a Ruanda en pleno desastre humanitario, pero ese viaje frustrado de abril me ha dolido profundamente.
Es curioso cómo nos comportamos los seres humanos. En vez de agradecer la suerte de no haber viajado al corazón de las tinieblas y no haber tenido que soportar situaciones que se hubieran enquistado en mi conciencia para siempre, me siento como si hubiese traicionado a mi profesión y a mi compañero de cuitas.
El inicio de la primera crónica de Armada desde Ruanda era tan soberbio que siempre que lo leo me provoca una sana envidia: "Hay una monotonía de la muerte que congela los labios e idiotiza la sonrisa"
En abril de 1994, Alfonso y yo formábamos una pareja periodística tan perfecta que éramos la envidia de la tribu. Él escribía como los ángeles, pero no sabía conducir (ni ha aprendido en los 15 años que han pasado desde entonces a pesar de que ha vivido varios años en Estados Unidos, posiblemente el lugar más barato del mundo para sacarse el carné de conducir). Yo conducía, hacía fotografías que servían para ilustrar sus historias y trabajaba para medios como 'Heraldo de Aragón' que no eran competencia directa de 'El País', su diario de entonces.
Nos habíamos conocido el 29 de agosto de 1992, el día de mi 33 cumpleaños, en la ciudad cercada de Sarajevo. Se me acercó con bastante humildad y me felicitó por unas crónicas que había publicado en junio de ese mismo año en su diario con el copyright de 'Heraldo de Aragón'.
Lo primero que pensé fue: "¿Qué hace un chico como tú en un lugar como éste?". Había aprovechado una vacante veraniega en la entonces muy competitiva sección internacional de su diario (había tantas ganas de viajar que tenían que hacer rigurosos turnos para cubrir los conflictos mediáticos de entonces) para hacer su primer viaje como corresponsal de guerra.
Pero con el paso de las semanas descubrí al mejor compañero para lidiar con aquella locura balcánica y posteriormente con los escenarios africanos más dantescos. No recuerdo una sola ocasión en la que se negase a hacer un viaje peligroso o que no me acompañase a los lugares más complicados a pesar de que él no hacía fotografías.
Alfonso Armada, en Sudán, hace un par de años.
Me imagino que más de una vez escondió el miedo (como yo), pero nunca tuvimos que discutir una decisión laboral. Medíamos los pasos que había que dar, establecíamos las prioridades y al unísono nos poníamos de acuerdo.
Llegó con tantas ganas a la guerra de Bosnia que hubo días en que publicó reportajes maravillosos e insuperables en las secciones Internacional, Cultura y Sociedad. Los responsables de las secciones le compraban (como se dice en el argot periodístico) sus historias porque sabían con antelación que serían magníficas.
Por eso me dolió tanto no acompañarlo aquel 12 de abril de 1994. Años después publicó un maravilloso libro llamado 'Cuadernos Africanos' (Península) en el que recogió sus mejores escritos y una suerte de diario que escribía en varios idiomas y que empezaba con las siguientes palabras escritas aún en Madrid antes de iniciar aquel doloroso viaje:
Me dirijo al hemisferio más oscuro y resplandeciente. Un equivalente corazón de las tinieblas: el que yo habito, el que de alguna manera busco, como si en el peligro y la desolación humana hallara una suerte de sentido. Explicar ese fracaso del hombre, verlo con mis propios ojos y relatarlo después, casi de inmediato, desde la orilla ardiente del hemisferio: realidad, pesadilla, toda esa muerte alrededor...
Su primera crónica publicada el viernes 15 de abril de 1994 ocupaba la portada y la página tres y era doble. Bajo el titular 'Ruanda se ahoga en sangre mientras extranjeros y nativos huyen del horror' empezaba con un magnífico arranque: "Desde el cielo nocturno, Kigali, la capital del diminuto Estado africano de Ruanda, es un belén mortecino". Pero el espanto bañaba su cosecha de sangre en Gikoró (sobre la matanza de casi 1.200 tutsis) y su inicio era tan soberbio que siempre que lo leo me provoca una sana envidia: "Hay una monotonía de la muerte que congela los labios e idiotiza la sonrisa".
Las crónicas de Alfonso de aquella tragedia deberían ser lectura obligatoria en las facultades de periodismo y, sin ánimo de ofender, en muchas redacciones actuales. Muestran lo que da de sí un periodista cuando se implica hasta el fondo en una historia y sabe lustrar el mejor calzado del lenguaje.
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Coincidiendo con el bicentenario de "Los Desastres de la Guerra" (1810-1815) de Francisco de Goya, el autor reflexiona sobre las guerras y los desastres actuales y sobre las consecuencias que sufren las víctimas, la única verdad incuestionable de una guerra. Gervasio Sánchez, fotógrafo y reportero, ha desarrollado su trabajo en los lugares más conflictivos del mundo. Premio Ortega y Gasset de periodismo en 2008, colabora habitualmente en Heraldo de Aragón.
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