Dos semanas después de abandonar Goma en agosto de 1994, viajé a Siria y Jordania. Hacía un espantoso calor que invitaba a buscar un refugio en un lugar refrigerado durante las horas más duras del día. Pero yo hacía lo contrario: buscaba los lugares más luminosos de Palmira y fotografiaba sus maravillosas piedras como si estuviera poseído.
Fosas comunes gigantes en Goma, en julio de 1994.
Pasé tres días intentando sustituir en mi conciencia la belleza de aquel lugar mágico por las fosas comunes de Goma. Y lo hice vaciando carretes sin parar, buscando los encuadres más bellos, peleándome con la memoria, engatusando a los protagonistas de los sueños más horribles. Ni el psicólogo más ilustre hubiese podido competir con el gatillo de mis cámaras.
Había regresado del infierno completamente desarbolado. No quería hablar con nadie ni dar explicaciones. "Acabas sintiendo vergüenza de fotografiar a moribundos", dije en una entrevista en Heraldo de Aragón donde también confesé que estuve a punto de arrojar la toalla y regresar a casa.
Me perseguía el silencio de los campos de refugiados. Se moría en silencio, se trasladaba a los muertos en silencio, se rezaba en silencio. 'El silencio' fue el título que el gran fotógrafo Gilles Peress utilizó para su impresionante libro sobre Ruanda.
Goma y las aldeas de sus alrededores están repletas de fosas comunes. Allí yacen los restos de decenas de miles de personas. En el más puro anonimato. Bebés, niños, adolescentes, mujeres, hombres, ancianos, muchos envueltos en sudarios de paja, iban rellenando aquellas fosas de varios metros de profundidad y centenares de metros de largo.
He vivido situaciones especialmente dramáticas. En 2003 estuve presente cuando se abría una gran fosa común en Al Mahawill (Irak) con varios miles de cuerpos. Fue duro, pero se trataba de restos humanos uniformados por el paso del tiempo.
Pero en Goma los cuerpos inertes que rebotaban unos contra otros parecían que todavía tenían vida. Sé que era imposible que ocurriese, pero muchas veces me pareció que algunos bebés seguían sujetos a los pechos de sus madres ya fallecidas e intentaban chupar de un hilito de leche mientras volaban desde el camión hasta el fondo de la fosa. Soñé con vivos enterrados por error entre montañas de cadáveres. Soñé con bebés que preguntaban por qué tenían que morir.
En sólo cien días de genocidio tutsi habían sido asesinadas casi un millón de personas, las matanzas más eficaces realizadas a una velocidad impresionante desde los bombardeos de Hiroshima y Nagasaki, tal como se dice en otro libro impresionante sobre Ruanda titulado 'Queremos informarle de que mañana seremos asesinados junto con nuestras familias' (Destino), de Philip Gourevitch.
En sólo diez días se producía el desastre humanitario y morían decenas de miles de hutus en campos de refugiados, por llamarlos de alguna forma, que carecían de lo básico. La venganza de la historia se había apoderado de los verdugos de semanas anteriores y los había convertido en los nuevos mártires.
Los fallecidos son cargados en un transporte, Goma, julio de 1994.
Muchos tenían las manos manchadas de sangre. Entendieron que podían perder la vida si eran localizados e hicieron todo lo posible para esconderse entre la masa. Pero otros, la mayor parte de los niños y las mujeres, habían sido arrastrados hacia el desastre como si fueran los extras de una tragedia griega.
He pensado muchas veces en regresar a Goma y buscar esas fosas comunes. Fotografiar esos lugares aplanados que esconden los flancos de la historia de un pueblo condenado a la desmemoria.
Y pedir explicaciones. Me indigna que nadie se haya preocupado por individualizar a las víctimas de aquel desastre. Sé la razón principal: siguen existiendo muertos de diferentes categorías. Los ricos son enterrados con honores que enaltezcan sus biografías corrompidas. Los pobres se conforman con cualquier agujero.
Siempre que pienso en aquella Ruanda tengo que regresar a Primo Levi. En su impresionante 'Los hundidos y los salvados', que quizá escribió para comprender por qué el hombre que ordena la muerte carece de piedad, recordaba las palabras de Hans Mayer, alias Jean Améry, el filósofo austriaco torturado por la Gestapo y deportado a Auschwitz, de donde consiguió salir vivo, aunque se suicidó en 1978:
Quien ha sido torturado lo sigue estando. Quien ha sufrido el tormento no podrá ya encontrar lugar en el mundo, la maldición de la impotencia no se extingue jamás. La fe en la humanidad, tambaleante ya con la primera bofetada, demolida por la tortura luego, no se recupera jamás.
Menos de diez años después, Levi eligió el mismo método para abandonar el mundo de los vivos. Pero antes escribió unas palabras que parecen escritas con el fondo de la tragedia de Ruanda:
Si morimos en silencio, como nuestros enemigos desean, el mundo no sabrá lo que el hombre ha sido capaz de hacer y lo que todavía puede hacer: el mundo no se conocerá a sí mismo.
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