Éramos tan jóvenes. Entonces no estaba la incomodidad del periodismo, esas presunciones de rigor, ecuanimidad, templanza, todo el catálogo de normas que nos enseñaron como de obligado cumplimiento. Entonces tan sólo era fútbol, tan sólo pasión. Ya se sabe, siempre nos sentimos en el lugar equivocado. Entonces, en la final de 1984, a uno le hubiera encantado acercarse a los protagonistas, participar, con algo más que bandera, bufanda y bota de vino, en aquel espectáculo que ya cobraba la dimensión de lo irrepetible, aunque no pudiera sospecharse que las Copas se iban a poner tan caras con el paso del tiempo.
Athletic Club de Bilbao 1 - Barcelona 0. Es la final de la Copa del Rey de 1984.
Ahora, ya cumplidas las modestas ambiciones, el mayor anhelo sería viajar a Valencia con la ingenuidad y la frescura de antaño, lejos de las responsabilidades que nos fue imponiendo el tiempo. Venía el Athletic. Y no para rendir las cíclicas visitas de Liga a Chamartín, el Calderón o Vallecas, sino a ganar un título, a desafiar al mismísimo Barcelona de Maradona y Menotti, con lo puesto, con los de casa, como sigue siendo feliz costumbre. La final era un acontecimiento sobre el que iba a circular mi vida en los días previos y posteriores al partido. Hacían falta perras para las entradas, convocar a aquellos amigos de todas las horas, plan de festejos, pasase lo que pasase.
Había dos lugares en Madrid para solaz de los vascos: Edurne y La Trainera. Estaban en los bajos de Aurrera, metro Moncloa, zona muy visitada por los universitarios antes de que los salvajes con cabeza rapada terminasen con todo aquello. En el Edurne y en La Trainera se dispensaban minis de pacharán bien sazonado a precios bastantes cívicos, bajo los ecos del folclor más pachanguero de Euskadi combinado con algunos himnos de mayor contenido político.
Teníamos cerca a nuestro Athletic, desafiando a los más grandes. Entonces como ahora, mediado un cuarto de siglo y pese a los devastadores efectos de la tiranía del capital
Se pinchaba, cada noche, cómo no, el himno del Athletic. Todos a una entrelazados del brazo ejecutando la danza al modo tribal, sin que fuera necesaria excusa deportiva alguna. El Edurne y La Trainera fueron dos lugares recurrentes en aquellos fines de semana de los 80, la época en la que vuelvo a vivir por culpa de este Athletic de Caparrós que puja otra vez por la preciada Copa.
Zubizarreta; Urkiaga, Liceranzu, Goikoetxea, Núnez; Gallego, De Andrés, Urtubi; Dani, Sarabia y Argote. Cito de memoria, lo prometo, sin buscar auxilio en la Red, el equipo base de aquellos años, no el que jugó la final, que definió Endika, un recambio en la delantera que dio mucho juego a Javier Clemente. Estaban también, entre otros, De Andrés, Txema Noriega y Miguel Sola, uno de mis favoritos.
El fútbol, la final, era un momento fugaz, casi un paréntesis dentro de la monumental fiesta. Tomábamos el bus para acudir al estadio, y allí, en los alrededores, taberna por taberna, en una infatigable y sincera representación del furor por nuestros colores, desgranábamos las horas previas, que eran muchas. Llegado el comienzo del juego, casi importaba poco lo que pudiera suceder. Al igual que en el prólogo, seguiríamos disfrutando minuto a minuto, y, pasase lo que pasase, prolongaríamos el homenaje a ellos, y a nosotros mismos, ya fuera con lágrimas descorazonadas o con el llanto de las más jubilosas emociones. Teníamos cerca a nuestro Athletic, desafiando a los más grandes. Entonces como ahora, mediado un cuarto de siglo y pese a los devastadores efectos de la tiranía del capital. Porque tal vez aún merezca la pena creer que en esto del fútbol se puede vencer defendiendo determinados valores, apelando, por encima de todo, al sentimiento.
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