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Hablar, enunciar, crear

  • Una reflexión sobre el acto creativo
Por JAVIER BONED PURKISS* (SOITU.ES)
Actualizado 19-05-2009 13:52 CET

El tiempo que viene ya tuvo su final. Casi no nos dimos cuenta, y todo había muerto ya a nuestro alrededor. De las secuelas de aquel descubrimiento todavía no somos conscientes, pero lo que es seguro es que agudizaron nuestra sensibilidad hasta un punto que tampoco nos atrevemos a descubrir, y que nos hizo comenzar una batalla que en el fondo no es la nuestra.

Pero… ¿cuál es el principal atributo del arte si no el reconocimiento, la consciencia y la manifestación de una condición nunca del todo realizada? Es justamente ahora, cuando se agotan las definiciones y las funciones establecidas previamente como socialmente necesarias, cuando estamos obligados a hacer oír nuestra voz. Nosotros, los que conocimos a los últimos demiurgos, y disfrutamos con la vida del último Prometeo, tenemos que pasar el relevo de aquello que se nos regaló y de lo que no somos amos, ahora que las fuerzas poderosas de la razón parecen haber ganado la guerra, ahora que nos asaltan las más grandes dudas, que nos asusta la posibilidad de la desaparición del lenguaje.

El problema es que héroes, o aquellos a los que reconocemos como tales, quedan pocos, y los que quedan no tienen más remedio que disimular a menudo su condición, en una sofisticada demostración de camuflaje, pues gracias a ello llevan ya tiempo sobreviviendo en este paraíso de lo ilusorio, de realidad virtual y de verdad mediatizada. Es ya difícil encontrarlos y mucho más difícil reunirlos. Muchos de ellos se vendieron a su propio ideal, y otros decidieron ser como el más común de los mortales. Pero jamás pudieron dejar de ser héroes, y eso les supuso a muchos una muerte prematura.

Y es que vivimos en un estado vaporoso e hiper-éstético, inmersos en los interactivos y constantes códigos de la distracción. Este exceso de estética hace que ya no sea preciso el desciframiento de las significaciones, excepto la del asesinato, único suceso interesante donde la muerte sigue siendo el inicio de un proceso de conocimiento. Hemos llegado a este punto, en donde el asesino es el monstruo necesario, Frankestein creado por nosotros mismos, para ser aniquilado también por nosotros mismos tras un necesario proceso de investigación basada en la sospecha, y este proceso posee la paradójica función de mantener viva nuestra civilización. La muerte se presenta pues como un hecho intrascendente, contingencia absoluta para que el proceso de la investigación se produzca. El forense ha pasado a ser el auténtico demiurgo, el nuevo mago, que explica la muerte al mundo, y por tanto, explica también la vida. Hemos pasado del ladrón al criminal, del robo al asesinato. Frente a la clásica antigüedad del robo, donde importaba que las cosas cambiaran de dueño, se impone la ciencia de la casualidad y el indicio, la entropía que todo lo envuelve, y que se incorpore la muerte a nuestra cotidianidad como un mero cambio de estado, una posibilidad más del sistema.

Pasó la era del 'yo pienso'. Pasó también la hermosa época del 'yo miento'. Se impone el tiempo del 'yo hablo'. 'Hablar' del interior como hecho revolucionario, como singularidad. No es ni tan siquiera preciso exigir reconocimiento del discurso

Los que se niegan a considerar únicamente la muerte por asesinato como principal objeto de investigación están obligados a encontrar explicaciones en otros hechos, en otros campos, y eso resulta complicado, especialmente cuando todas las manifestaciones del hombre son objeto de distracción, de ocio, de consumo. Todo es externo a nosotros, y este 'todo exterior' ha contaminado toda visión personalizada, todo sentimiento y todo deseo, y lo ha condenado a una existencia sin dueño, donde cualquier realización intencional carece de sentido. Es pues el momento de hablar.

Pasó la era del 'yo pienso'. Pasó también la hermosa época del 'yo miento'. Se impone el tiempo del 'yo hablo'. 'Hablar' del interior como hecho revolucionario, como singularidad. No es ni tan siquiera preciso exigir reconocimiento del discurso; basta con poder hablar. La materialidad del habla interna se erige así en nuevo privilegio, en expresión original, inocente y creativa, subversiva en cuanto que el hablar interno lleva implícito un cierto nivel de interpretación, de narración, de intención estructurada. En esta mínima partícula ordenada del habla se instaura, por su propia naturaleza, la posibilidad del arte.

Poder hablar del interior pues, como marco indispensable para que surja lo inocente, el ingenuo potencial del espíritu creador. Sustituir la imagen por el habla, por el sonido del habla, por su estructura, por su acento y su inflexión. Sustituir la imagen por la voz personalizada. Ofrecer el habla como inmolación, como inicio de un proceso de salvación, ofrecerse como error, como equivocación histórica, dando paso al aprendizaje, a la escucha profunda, a través de la fragilidad del que se muestra en vida. Ya no es el poeta rilkeano, bohemio, petrificado y hermoso, lo que se expone al viento de lo abierto. Es un ser superviviente, camaleónico, anti-héroe de dudosa utilidad social, es un ser enunciador, an-estético, que ya no puede ostentar ninguna categoría, ninguna jerarquía, no puede demostrar ninguna habilidad. Tan sólo puede hablar. Tan sólo puede enunciar, desenmascarar el temor a ser libres, manejar los sonidos en el silencio. Esto permitirá el acercamiento, la familiaridad, las estructuras de cariño inclasificables, el misterio de la transmisión del virus de la creatividad.

Enunciados carentes de contenido ortodoxo, discursos reducidos a sensaciones, a sueños imposibles, a ideas atávicas que incitarán sin duda a la comprensión del mundo, que acercarán lo distante, que recordarán el tiempo perdido, y harán hincapié en el irremediable final que tienen todas las cosas, y por tanto en su eterno retorno. Enunciados que propiciarán a su vez respuestas utópicas, pero sinceras, portadoras de futuro. Respuestas libres, y por tanto inesperadas.

El sujeto hablante enunciará la idea y será su voz esencial, el eco de su voz, lo que resonará en el interior de todos aquellos que también quieran hablar, que no serán demasiados, inmersos como estamos en el silencio impositivo de las imágenes. El susurro, el murmullo, como nuevo principio, el 'suave ruido de aquello que funciona', que decía Barthes. Susurrar para lanzar al exterior pequeños fragmentos de orden, trozos de lenguaje, que aludan, que resuenen, y que se refieran al principio, a lo que no se pudo ser, pero se deseó ser. Fragmentos que sinteticen una llamada de la vida al conocimiento que se sabe imposible, pero que nos recuerden la belleza de lo que puede callar, terminar, incluso morir. Su única intención será mostrarse, vivir un instante, aún a sabiendas del peligro a ser reconocido, copiado, sistematizado, homologado, codificado. Es más, a sabiendas de que el siguiente susurro deberá ser diferente, pues el primero ya habrá sufrido todo eso.

Distinguir al que habla, ése es el reto. El candor del habla original, la melodía de la caja de música, los ecos de la historia. Ser capaz de ensimismarse, de perderse por un gesto, un ademán, reconocerse en el peldaño de esta escalera existencial donde podemos hablar y ser hablados. Susurrar para descansar, para liberarse. Hablar sin buscar sentido, sintiendo el habla, notar su impacto. Hablar para trascender la reverberación cero del mercado, de la ciencia oficial, de la información.

Así, producir respuestas con el habla implicará un magisterio, el haber infundido vida donde anidaba el silencio mortal de lo razonable, de lo sostenible, el rostro cadavérico del éxito, la siniestra condición de lo triunfante.

El que hable, enuncie o susurre, podrá decir que permanece vivo, podrá denominarse a sí mismo 'creador'.


* Javier Boned Purkiss es doctor arquitecto y uno de los miembros de la incipiente escuela de Málaga.

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