Mi hijo de once años me enseña muy orgulloso el ticket de la farmacia: ya mide 1,44 metros y pesa 35,9 kilos. El índice de masa corporal es un poco justo aunque no me preocupa porque está en la edad en que no se perdona una comida. Su altura es acta para todas las atracciones de los parques temáticos y ya puede ir sin silla en el coche.
Kabul (Afganistán, agosto de 1996). Waiss El Arman tiene un año y pesa 3,6 kilos.
Es un niño privilegiado, como la mayoría de sus compañeros de colegio. Como casi todos nuestros hijos. Si los suyos ya son adultos, repasen los álbumes familiares. Verán niños normales, sanos, inocentes, de miradas limpias.
Pero, como hoy es el Día Internacional de los Niños Víctimas de la Agresión, vamos a hablar de otros niños y otras situaciones. La fecha conmemorativa fue establecida el 19 de agosto de 1982 por la Asamblea General de la ONU durante el periodo extraordinario de sesiones de emergencia sobre la invasión israelí del Líbano que provocó un gran número de víctimas entre los niños palestinos y libaneses.
Una niña muy bella espera la muerte en Mapel (Sudán, 1998).
Vamos a hablar de niños que podrían ser 'percapitamente' más ricos que los nuestros si se distribuyesen con equidad las riquezas de sus países. De niños que murieron de cólera, malaria o inanición después de ser apuntados por el objetivo de la cámara, o de los próximos candidatos a una mortaja en forma de patera. Los que no han muerto es posible que sigan luchando en guerras olvidadas, hagan cola en un centro ortopédico o sean carne de cañón en prostíbulos horribles.
Kabul (Afganistán), agosto de 1996. Waiss El Arman tiene un año y pesa 3,6 kilos. Llora sin lágrimas mientras su madre, una mujer escuálida, lo mece con cierto automatismo. A su lado agoniza la niña Sountan Zolmai, que tiene dos años y pesa 5,8 kilos.
Mapel (Sudán), septiembre de 1998. Deng Awong es un dinka de ocho años que tiene la altura de un niño español de doce, pero pesa 15 kilos y medio. La desnutrición ha convertido su cabeza en un río de venas y sus brazos vibran cubiertos de un pellejo acartonado. Una niña muy bella espera la muerte a su lado. Su intensa mirada produce quietud y dolor.
Freetown (Sierra Leona), enero de 1999. Ofilia llora porque ha muerto el niño sin nombre nacido nueve días antes de un vientre destrozado por la metralla. Su madre ya estaba muerta cuando alguien abrió el vientre, saco a la criatura y se la entregó a Ofilia. Estaba herido en la cadera y glúteo. La mujer tardó cinco días en llegar al hospital por culpa de los intensos combates. El bebé sin nombre había perdido mucha sangre. Nadie fue capaz de suministrarle leche y murió desasistido.
Estos niños afganos, sudaneses o sierraleoneses son víctimas del caos que provocan guerras olvidadas durante décadas. También simbolizan la agonía de un mundo desarrollado, incapaz de impedir que el sufrimiento sea el estado natural de centenares de millones de seres humanos.
Ofilia sostiene al bebé sin nombre nacido de una madre muerta en Freetown (Sierra Leona, 1999).
Ni siquiera podemos hablar de niños víctimas de la guerra sin sentir que estamos estableciendo una categoría perversa. Cuando la esperanza de vida no supera los 40 años y las guerras duran décadas, como ocurre en todos estos países, deberíamos recordar que todos sus habitantes han pertenecido a la categoría "niño".
Si el fotógrafo hubiera aparecido veinte años antes, sus fotografías mostrarían a los adultos de hoy cuando eran niños. No es una tontería porque a veces (en contadísimas ocasiones) imágenes perturbadoras han provocado la indignación del público y han obligado a los gobiernos a tomar decisiones que han salvado del abismo a unos cuantos ciudadanos.
En tiempos de crisis, el ímpetu solidario desciende a cotas alarmantes. Muchos de los niños que hoy sufren están condenados al olvido. "Cualquiera que conozca el paradero de la compasión, ¡que avise!", escribió la poeta polaca Wislawa Szymborska.
Hace años hice una foto en una destartalada escuela en Batan (Nigeria), una aldea ijow donde vivían 300 personas. Una plataforma móvil extraía cada día miles de barriles de petróleo a unos pocos metros. Actuaba como una sanguijuela. Sus generadores funcionaban las 24 horas del día, pero la aldea carecía de luz o de agua potable. Los niños estudiaban en el hogar del oro negro. Deberían ser inmensamente ricos, pero sus piernas de alambre sostenían estómagos hinchados.
Como decía el personaje de Marguerite Yourcenar en su libro 'Alexis o el tratado del inútil combate', "termina uno por cansarse de vivir solamente formas furtivas y despreciadas de felicidad humana".
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