Lomografía: fotos de plástico a precio de oro

En esto de la lomografía todos los detalles están muy estudiados. Como en cualquier otro negocio que vive de la tendencia estética de sus clientes resulta importante vender bien el producto y que todo resulte coherente. Que la decoración de las tiendas, el embalaje de las cámaras, los diseños, colores y los demás accesorios que componen la 'cultura lomo' formen un todo destinado a ver la fotografía como una actividad lúdica y exenta de otras pretensiones.

Decididos a probar cómo va el rollo de las Lomo empezamos por disparar ya en la misma tienda (para qué ir más lejos) y como el local es céntrico nos vamos a dar un paseo, aprovechando que hace un calor espantoso y que el sol derrite todo lo que toca. Con estas cámaras, que haya luz es importante. En la plaza de la Cibeles competimos con los primeros turistas por inmortalizar tan bella estampa madrileña. No es necesario decir que nuestra cámara, una Diana F+ que utiliza película de 120mm (de medio formato para negativos de 6x6cm), canta por soleares junto las compactas de los foráneos.

Las suyas, pura electrónica de consumo, nada tienen que ver con la nuestra; una cámara capaz de convertir sus defectos en virtudes. Tres en especial, a saber: la lente concentra el color en el centro y difumina los bordes, los oscurece y da a la imagen un efecto de túnel; los ajustes de exposición son muy limitados y la palabra enfocar no significa exactamente lo mismo que entendemos de manera habitual. Vamos, que enfoca o no. Pero da igual. Lo borroso es un valor añadido.

Al igual que a los maduritos a los que les venden una Harley con la chupa homologada para que se sientan libres dejando volar las canas al viento, en eso que llaman lomografía se trabaja con el concepto de 'la foto de verdad'. Y, desde luego, las que tomamos —las sempiternas sombras y el brillante sol que delata en todo su esplendor el objetivo de plástico de nuestra cámara— son fotos y parecen de verdad.

Como es de día y hay luz elegimos una de las dos opciones de obturador que tenemos y, después, una de las tres posibilidades de enfoque: para cosas que están cerca, para otras que están a medio camino y para las que están lejos (hasta el infinito y más allá). Pero decididos a probar y ya puestos a ser libres y creativos, casi es mejor embarcarse en una secuencia de disparos sin criterio. Como suele ser habitual, al margen de la cámara que se use.

Antes de inmortalizar el Palace y a un amable turista argentino, que nos devuelve el inmenso favor de haberle retratado en la puerta de El Prado con su cámara posando de igual modo para la nuestra, hemos recibido un breve curso en la tienda —porque a ella hay que ir a comprar carretes, a llevarlos a revelar y después a recogerlo, como en los viejos tiempos—. Además, barato no es. Un rollo de Kodak Portra VC cuesta 7,5 euros y con él haremos más o menos entre 12 y 16 fotos por cuyo revelado habremos de pagar después unos 11 euros.

Pero a lo que íbamos, que entra por la puerta un padre (carne de cañón) con sus dos hijos adolescentes, atrapados de inmediato por la tentación de estas coloridas cámaras de plástico. Enseguida recibe una elaborada explicación que incluye la oda a la película y el canto a la creatividad frente a la inconsistencia física del píxel y la rigidez del resto de cámaras. La dependiente, hábil, plantea una gran pregunta: "¿qué tiene uno cuando toma una imagen digital?". Ella misma responde: "unos y ceros".