KABUL (AFGANISTÁN).- Ponga en cualquier ordenador la fecha del 10 de septiembre de 2001 y busque información sobre Afganistán. Le recordarán que el 9 de marzo de ese mismo año los talibanes destruyeron los Budas de Bamiyan, patrimonio de la humanidad. Leerá cómo la comunidad internacional se indignó ante la voladura de aquellos "ídolos falsos", tal como los definió Mohamed Omar, el líder de aquel régimen radical. Quizá encuentre algunas referencias sobre los gravísimos problemas que soportaba la población en los informes de las organizaciones humanitarias. Y poco más.
Un niño camina por una ciudad destruida. Kabul, enero de 2002.
Los enfrentamientos interétnicos y las imposiciones radicales de los talibanes no interesaban a casi nadie. La situación de las mujeres y las niñas, obligadas a enclaustrarse en sus casas o a moverse como sombras furtivas bajo la mirada férrea y brutal de jóvenes radicales, no provocaba manifestaciones en el mundo.
En cambio, ponga la fecha del 11 de septiembre de ese año y prepárese para leer lo que se parece a un gran guión cinematográfico sin un final previsible.
Estados Unidos decidió vengar los deleznables atentados contra las Torres Gemelas en uno de los países más pobres del mundo. Movilizó a su Ejército y lanzó miles de ataques aéreos contra las ciudades afganas para desestabilizar el régimen talibán y capturar a los líderes de Al Qaeda escondidos en sus montañas. Pero, sobre todo, la demostración de fuerza militar buscaba impresionar a la opinión pública estadounidense muy golpeada psicológicamente por los atentados de Al Qaeda.
Unas mujeres con burka compran en un mercadillo. Kabul, enero de 2002.
En dos meses, el gasto militar superó los mil millones de dólares, la mitad de lo que Estados Unidos se había gastado durante la década de los ochenta en armar a los grupos afganos que combatían a los invasores soviéticos.
Pero como ocurriría menos de dos años después en Irak, los estadounidenses fueron incapaces de implementar un plan postbélico que permitiera estabilizar políticamente el país. Decidieron que la Alianza del Norte, repleta de criminales de guerra unidos contra los talibanes, serían sus nuevos aliados. Sus combatientes fueron rebautizados como "luchadores por la democracia".
Tras la caída talibán sus milicianos entraron en la capital y permitieron escenas inéditas protagonizadas por mujeres que se despojaban de la burka y se emocionaban, siempre bien recogidas por los protagonistas de la también invasión periodística.
Un grupo de ciudadanos en un barrio destruido. Kabul, enero de 2002.
En aquel tiempo estuve un mes y medio en la zona bajo control de la Alianza del Norte. No pude entrevistar a ninguna mujer porque los traductores oficiales asignados lo impidieron. Viajé desde la frontera de Tayikistán hasta el norte de Kabul durante varios días, pero fue imposible ver escenas liberalizadoras. Las mujeres seguían sometidas a leyes feudales y sus derechos pisoteados con saña.
Todos sabemos que el acuerdo de Dayton, que puso fin a la guerra de Bosnia, no fue ideal porque legalizó la limpieza étnica. Pero los principales responsables de aquella tragedia balcánica se sentaron a negociar a puerta cerrada y con un límite de tiempo hasta que consiguieron silenciar las armas.
Un anciano vende relojes. Kabul, enero de 2002.
Afganos muy poco influyentes acudieron a la reunión de Bonn de diciembre de 2001 con el objetivo de llenar el vacío de poder. Los señores de la guerra se quedaron en Afganistán fortaleciendo sus posiciones con la mirada puesta en el goloso reparto de la gran tarta económica que la comunidad internacional ya estaba preparando.
En aquellos meses los afganos más sensatos consideraban que sólo sería factible la paz si se desarmaba a las milicias, se creaba un Ejército nacional y se convertía el país en un protectorado de la ONU bajo la supervisión de fuerzas militares internacionales. De esta manera, las potencias regionales se limitarían a observar en vez de incordiar con sus peones afganos.
Pero Estados Unidos tenía sus propios planes bélicos y demonizó a los talibanes, de mayoría pastún, que conforma casi el 40% de la población afgana. Fue incapaz, como luego repetiría en Irak con el Ejército derrotado de Sadam Husein, de establecer una clara diferencia entre radicales islámicos dispuestos a seguir combatiendo y talibanes que se habían unido al movimiento rigorista por miedo a las represalias o gracias al siempre garantizado transfuguismo afgano.
La criminalización de la política ha impedido al presidente Hamid Karzai gobernar en las escasas áreas que controla sin el apoyo de los señores de la guerra, bien instalados en su Gobierno y el Parlamento. La vuelta de tuerca se ha dado en las elecciones del próximo 20 de agosto a las que se presenta en coalición con dos ilustres criminales. Parece más un simulacro que una consulta democrática. Si gana tendrá las manos atadas. Si pierde el país puede desbocarse y retornar a un pasado bélico de todos contra todos.
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