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Afganistán: llámelo equis, pero es una guerra

Actualizado 07-09-2009 12:55 CET

Un bombardeo de la OTAN vuelve a causar una masacre indiscriminada. España enviará más soldados a la equis.

Después de leer durante dos días la noticia en diversos medios españoles e internacionales, después también de haberla escuchado en diferentes boletines radiofónicos y hasta en las noticias televisadas, trato de recapacitar para comprobar qué información ha asumido mi cerebro, qué es lo queda en la orilla cuando la ola se retira o se suprime el estímulo directo. Porque algo no me cuadra.

Esto es lo que retengo: el viernes, dos aviones de la OTAN, a petición o comando de las fuerzas alemanas en la región, bombardearon un convoy de gasolina secuestrado por talibanes, causando un número indeterminado de muertos, que unas fuentes cifran en torno a cincuenta y otras alrededor de ciento veinticinco. Puesto que los camiones habían quedado embarrancados en un arenal y, al parecer, muchos civiles se habían acercado para abastecerse de combustible o colaborar más o menos voluntariamente en la tarea de liberar los vehículos, no es posible determinar a ciencia cierta cuántos de los fallecidos son “insurgentes” (merecedores, por tanto, de la muerte; eliminables sin el menor revuelo de la opinión pública occidental) y cuántos simples ciudadanos afganos (cuya colateralidad levanta siempre ampollas entre el sector más crítico o sentimentalizado de la población y que, sobre todo, dificulta a los diferentes gobiernos la justificación de las operaciones armadas en el extranjero).

Esta pequeña imprecisión, unida a la desproporción del procedimiento, ha provocado algunas previsibles reacciones: los de siempre se echan las manos a la cabeza y cuestionan el operativo, exigen explicaciones al Secretario General de la OTAN, quién garantiza se llevará a cabo la pertinente investigación y pide comprensión ya que, lamentablemente, como los insurgentes no llevan uniforme, resulta difícil distinguirlos del resto de los ciudadanos y, por ende, de mujeres, ancianos y niños. ¡Para colmo, la visibilidad nocturna en los F15-E es muy limitada!.

El ejecutivo alemán, por su parte, sin aportar evidencia alguna de ello (¿para qué?, después de Irak ha quedado claro que no hace falta), no vacila en asegurar que el combustible robado iba a utilizarse en atentados suicidas contra su destacamento, justificando así hábilmente la drástica intervención militar. Aludir a “atentado suicida” es todo un acierto, pues nada nos aterroriza más a los civilizados occidentales que esa expresión de violencia a nuestros ojos irracional, fanática, imprevisible y, lo que es peor, imposible de controlar. (En esta época en que las únicas bajas en combate que deben impedirse a toda costa son las de los soldados, olvidamos que la función de todo jefe de ejército ha sido siempre inmolar unidades, enviar a una muerte segura -y disciplinadamente aceptada: se fusila a los desertores- a un contingente de guerreros para equilibrar la batalla, sacrificar una parte para salvar el todo).

En definitiva: la OTAN recibe presiones que proceden incluso de los gabinetes europeos (algunos de ellos acaban de aprobar el aumento de la dotación de tropas en la zona; otros, el propio gobierno alemán, están envueltos en sensibles procesos electorales), reconoce que probablemente se han excedido, pero que la finalidad del ataque no era otra que cumplir su mandato y salvaguardar la seguridad en la zona, protegiendo a los afganos. Fin.

Esto es cuanto he asimilado, lo que -entreverado de opinión personal, contaminado por mis vicios y afecciones de receptor activo-, logro reformular. ¿Por qué me indigna tanto? ¿Por qué me parece tan grave? Creo que lo que me irrita particularmente es no saber, como le pasa al presidente Zapatero, si en Afganistán hay o no una guerra, aunque sólo sea una guerra contra el terrorismo. Si lo supiera, podría catalogar lo sucedido (chapuza bélica o inadmisible acto delictivo), vislumbrar el porqué de la aparente impunidad con que la OTAN se permite hacer uso de su arsenal sobre la población civil.

A lo mejor, como le pasa a nuestro presidente (y parece una maladie extendida entre los mandatarios), no me he enterado bien de qué va esto, o puede que no sea sino uno más de esos sentimentales blandos, quisquillosos, dispuestos a montar un escándalo por cualquier nimiedad... Aplicando la prueba del nueve periodística, el método de las seis uves dobles (who, what, when, where, why, how), compruebo que hay algunos aspectos que, en efecto, no están nada claros, mientras que otros lo están meridianamente, sólo que el lenguaje utilizado para referirse a ellos nos guarece, como una madre hiperprotectora, de la realidad.

Veamos. Qué, dónde y cuándo no presentan mayores problemas: Kunduz, Afganistán, lejos; viernes cuatro de septiembre, 2:32 de la madrugada; ataque desproporcionado y negligente de la OTAN y la fuerza internacional con la consecuencia de numerosas bajas civiles. Cómo: dos bombas de unas 500 libras (227 kg) cada una, lanzadas desde aviones norteamericanos sobre dos camiones cisterna llenos de combustible, en torno a los cuales bullen más de un centenar de personas, sin molestarse en averiguar primero a quién están aniquilando.

¿Quién? Aquí empiezan las dificultades. ¿A quién le sucedió? ¿De quién se trata? Talibanes, insurgentes que amenazan la legalidad democrática establecida después de que la comunidad internacional pusiera fin a su propia y despótica tiranía. No eran, por tanto, simples ladrones de gasolina, ni siquiera sospechosos muy peligrosos, sino enemigos declarados, enemigos mortales a los que, en una guerra, se les puede y debe bombardear sin ningún reparo.

Porque en Afganistán hay una guerra, y ésta es una de esas realidades desagradables que el lenguaje de los medios y los políticos, cada vez más una y la misma cosa, contribuye a hacer digerible. La Wikipedia, al menos, lo tiene claro: guerra en Afganistán (2001-presente). El tiro sale por la culata cuando, después de tanto hablar de misiones de protección, de mandatos de la ONU, de fuerzas de pacificación, etc. se produce una acción genuinamente guerrera y la gente de bien, familiarizada con el respeto a la vida y el derecho, se alborota y escandaliza; cosa que no ocurriría si el presidente Zapatero, en lugar de decir que España va a enviar tropas a Afganistán para “reforzar la seguridad”, dijera: vamos a mandar 200 soldados españoles más a una guerra en la que, como es natural, hay enemigos (insurgentes) que intentarán matarlos, pero también ellos podrán matar a su vez a los enemigos (insurgentes) que sea preciso. De esta manera, a nadie le resultarían extraños los bombardeos indiscriminados; nuestra castigada experiencia los catalogaría como actos convencionales de guerra y, por lo tanto, dentro de la normalidad, al igual que sería normal y no una dolorosa eventualidad el fallecimiento en acto de servicio de uno de los nuestros.

Al Presidente, sin embargo, le parece “absurdo” debatir si Afganistán es o no un país en guerra, de manera que nos quedaremos sin saber si los aproximadamente 200 civiles muertos entre enero y julio de este año por bombardeos de la ISAF (International Security Assistance Force, cuyos ataques aéreos son, junto a los atentados suicidas, la mayor fuente de peligro para la población civil) son víctimas de un conflicto armado o engrosan una hiperbólica estadística de inseguridad ciudadana.

Éstos que han muerto ayer, bombardeados por nosotros, por la fuerza de estabilización (o como queramos llamar a nuestra facción), ¿quienes eran? Me gustaría conocer sus nombres, aunque para empezar no estaría mal que nos dijeran su número exacto; me gustaría saber que se ha confeccionado un documento con nombres y apellidos, como esas funestas listas que se elaboran enseguida cuando se estrella un avión lleno de europeos o cuando las víctimas del terror son primermundistas. Los que han tirado las bombas, obedeciendo órdenes del ejército alemán (¡por fin les han dejado volver a participar en guerras!), ¿quiénes eran? En una guerra no hace falta explicar quien tira cada bomba, pero si no es una guerra deberíamos saberlo. ¿Quién dio la orden? ¿Quiénes planearon y autorizaron el ataque? ¿Quién lo llevó a cabo? ¿Quién sabía que iba a producirse? ¿Quién es el responsable? ¿Quién decide que tales acciones son lícitas, que puede liquidarse expeditivamente a cualquier sospechoso de insurgencia? Saber esto será sin duda más fácil que identificar los cuerpos carbonizados de unas decenas de parias; si alguien tuviera interés en depurar responsabilidades, bastaría con consultar un organigrama.

Y queda la última pregunta ¿Por qué? ¿Por qué sucedió? ¿Por qué sigue sucediendo y volverá a suceder de nuevo? No me siento capaz de responder a esto. Ni creo que el presidente Zapatero, ni el mismísimo general McChrystal, jefe de las tropas de la OTAN en Afganistán, que en ágil movimiento de contrición se apresuró a visitar en el hospital a los heridos a los que se le supone encargado de proteger, estén en condiciones de hacerlo.

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